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“De todos los ruidos conocidos por el hombre, la ópera es el más caro”. La frase no fue dicha por un filisteo ni por un político ansioso de hacer recortes presupuestarios; tampoco corresponde al siglo XXI. La observación se le atribuye al escritor Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, y por lo tanto, al siglo XVII, el mismo en que, puede acordarse, empezó el género lírico tal como lo conocemos ahora. Allí estaban ya las objeciones que se repiten desde hace cuatrocientos años: la estridencia, el costo y, claro está, el artificio. El derecho de la ópera a la existencia estuvo siempre en duda. Aun así, cuanto más parece ser dada por muerta, más parece la ópera ofrecerse a la reinvención, como si la impugnación fuera funcional a su subsistencia. Incluso cuando Bertolt Brecht barrió con todos los supuestos de la forma dramática en favor de esa otra forma teatral que llamó “épica” (cero narración, cero ilusionismo) lo hizo por medio de las óperas que escribió con Kurt Weill: La ópera de tres centavos, Mahagonny, Los siete pecados capitales.
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Para entender esto hay que ir hasta el nacimiento de la ópera, el 6 de octubre de 1600, cuando en el palacio Pitti de Florencia se estrenó Euridice de Jacopo Peri, y con ella se estrenó ese género nuevo, completamente artificial, que inventó la Camerata Florentina. Es cierto que la ópera no podría haber aparecido en otro momento que no fuera el Barroco, pero el desdoblamiento de la vida ganó una condición permanente que se aclimató a otras épocas.
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PABLO GIANERA
“¿Cuánto artificio podemos soportar?”
(la nación, 29.09.16)