He visto esta foto que me ha llamado muy poderosamente la atención: Le Corbusier visitando las obras del convento de La Tourette. Todos los monjes lo acompañan y lo escuchan.
¿Todos? ¡No! Un monje irreductible, tocado con una gran boina resiste todavía y siempre al arquitecto.
(Podéis clicar la foto para verla más grande, pero de todas formas os amplío al monje de la boina):
Está subido a un muro y mira desafiante a un punto, me da la impresión de que no tanto porque aquel punto le atraiga como para hacer ostentación de que no le interesan nada ni ese otro que todos miran ni el arquitecto a quien parecen respetar tantísimo. Ese monje solitario y testarudo, ágil y desafiante, parece decir: "Habla, chucho, que no te escucho" y "Ja; Lecorbusieritos a mí".
Me estoy imaginando al gran chivaloca de todos los frailes: Por la mañana todos han desayunado hablando con entusiasmo de que en un rato iba a venir el genial artista y les iba a explicar cómo iba a quedar la capilla, aún apenas esbozada, las carpinterías y los brise-soleils de sus celdas, el pavimento del refectorio y docenas de cosas más. Han desayunado deprisa y se han ido a la entrada para recibirlo. Pero él -el monje de la boina- ha seguido untándose un poco de mantequilla en el pan y lo ha sumergido con parsimonia en el café con leche, se ha quedado solo, y bastantes minutos después, cuando lo ha considerado oportuno, se ha calado la boina y se ha ido para el tajo.
Ha visto las obras sin dejarse influir por la verborrea de ese bocazas y ha vuelto a maldecir por enésima vez la monstruosidad de todo aquel béton brut, desde el que se le antoja tan difícil adorar a Dios. Hace de tripas corazón y tira de resignación cristiana y de socarronería auvernesa para decirse a sí mismo que Dios se deja adorar desde cualquier sitio, sea una cuadra, sea una pocilga o sea una "obra maestra" de la arquitectura moderna.
Mira los muros de hormigón, las losas de hormigón, los pilares de hormigón, los lucernarios de hormigón y al arquitecto ese de cara de hormigón y se pregunta cómo es que sus compañeros le ríen tanto las gracias y le hacen tanto casito.
Al cabo de un rato deja de mirar a ese punto indefinido y posa su mirada -no se ve bien si cargada de desprecio o de compasión; seguramente de ambas cosas- en esa gente tan extraña a él, tan estúpida y tan equivocada.
Está mirando al centro de atención, al grandísimo y famosísimo arquitecto, y parece decir: "¿Ya te vas o qué?"
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Mañana ya se encargará él de hablar con los obreros y de vigilarlos; de decirles que ni hablar de que ese muro sea ciego: que abran ahí una ventanita. Y que si las celdas tal, y que el refectorio cual, y que pongan esto, y que quiten lo otro. Y con un cansinismo que no conoce el menor atisbo de desánimo peleará cada centímetro cuadrado de edificio, agotará cada palabra y cada gesto de cada albañil y mirará por encima del hombro a todo el mundo. "No decís ni pensáis más que tonterías. Dejadme a mí, que ya me encargo yo".
Yo no sé vuestras experiencias, pero os cuento que por mi parte, que no soy ni mucho menos un gran arquitecto, y ni siquiera un buen arquitecto, casi siempre he tenido en mis obras algún monje de la boina, y sé de lo que hablo.