Dedicado a mi hermana Gema
y a mi amigo Alfonso de la Torre,
que sí que saben de arte.
Mi hermana Gema ha hecho un comentario en la entrada anterior de este blog ("Comentarios") que me ha animado a contestar más o menos en el sentido en que lo ha hecho Álvaro, pero -como soy un bocazas- extendiéndome más.
Tanto me he querido extender que al final me ha salido esta entrada nueva.
En ese comentario Gema contaba cómo en primero de Bellas Artes un profesor vaciló a toda su clase de mala manera poniendo diapositivas de obras abstractas y animando a todos los alumnos a comentarlas. Poco a poco, diapositiva a diapositiva, los chicos se iban soltando e iban comentando las imágenes. Al final, ante unas obras expresionistas, los alumnos ya estaban encendidos y las comentaron apasionadamente. Entonces el ladino profesor les descubrió el pastel: Esas últimas obras habían sido hechas por un mono.
Pierre Brassau, el mono que engañó a los críticos.
Los alumnos se sintieron en ridículo por el engaño de su profesor. Habían comentado seriamente unas obras supuestamente serias y habían quedado en vergüenza y con el culo al aire. Esa sensación indignante le vuelve a uno escéptico y escaldado, y le convierte en un enemigo del arte contemporáneo (al menos del expresionista), en el que tanta validez tiene la obra de un artista talentoso como la de un mono. Todo vale lo mismo y, por lo tanto, nada.
Desde este punto de vista el arte contemporáneo es un engaño, una tomadura de pelo, una estafa.
A ver si un mono puede pintar una carga de caballería, o a la familia de un monarca, o un bodegón. ¡Ja!
Y, sin embargo, a mí (con mi edad, con mi conocimiento, con mis decepciones, con mi cinismo) ese ejercicio crítico propuesto por el profesor me parece estupendo. Y, por supuesto, me arrogo el derecho de valorar un cuadro hecho por un mono como valoro la forma de una nube, la plasticidad de un paisaje, la rugosidad de una piedra o la textura de los restos de carteles en una pared: como obras plásticas dignas de comentario. Que sean resultados de la casualidad o de un acto deliberado me da igual (en según qué contexto).
He buscado imágenes de restos de carteles en paredes y he
visto tantas y tan buenas que no sabía cuál escoger.
Esos restos de carteles me molestarían si estuvieran en el portal de mi casa, e incluso llamaría al ayuntamiento protestando, pero he paseado muchas veces por la calle Hortaleza de Madrid y más de una vez me he parado ante unos restos de carteles e incluso los he fotografiado.
En las paredes de esa calle siempre hay carteles pegados sobre carteles pegados sobre carteles pegados, y restos rascados sobre restos rascados sobre restos rascados. Y las tramas que forma todo eso, las superposiciones, las evocaciones de urdimbres, texturas, mensajes contradictorios, profundidades espaciales y cromáticas, tipografías, etc, son riquísimas y muy sugerentes.
Es decir, que independientemente de que la obra sea fruto de la casualidad, el crítico siempre tiene derecho a interpretar, a leer. O, por la misma razón, aunque la obra sea muy mala, carente de talento, de intención, de riqueza plástica, a mí me puede decir algo y tengo derecho a exponer y a comentar ese algo.
Es el clásico "pues a mí me gusta". Ante esa afirmación no tenemos nada que decir. Y ante la negación correspondiente -"pues a mí no me gusta"- tampoco.
La clave, la validez crítica, reside en el por qué. ¿Por qué te gusta? ¿Por qué no te gusta? Ahí puede haber argumentos interesantes o estúpidos. Ahí hay un discurso. Y es la calidad de ese discurso la que nos interesa a menudo más que la de la obra que lo ha originado.
Estamos en el metaarte, en el discurso sobre el arte, e incluso en el discurso sobre el discurso sobre el arte.
Mucha gente se queja de la falta de criterios objetivos para valorar las obras, pero es que si hubiera criterios objetivos habría métodos objetivos de trabajo, habría academicismo. Y, en este mundo contemporáneo evocar nostálgicamente algún tipo de academicismo es un error y un imposible. No hay normas de apreciación, de calidad, y no hay manera de imponerlas. Porque no hay ninguna base sobre la que imponerlas.
Lo que hay es un predominio de la interpretación. Y eso, aunque no os lo creáis, nos hace avanzar más deprisa que si tuviéramos un catecismo que aplicar. (Nos hace avanzar más deprisa, ¿pero hacia dónde?)
¿Que el mundo es muy complejo?, ¿que todo es muy difícil?, pues sí.
Nos gusta la interpretación. Nos gusta leer o escuchar a un crítico original, penetrante, ocurrente. Es como en las reuniones de grupo: Sabes que como te toque al lado de Fulano te lo vas a pasar muy bien habléis de lo que habléis, pero como te toque con Mengano te vas a aburrir muchísimo. Al final dan igual los asuntos. Lo que nos importa son los discursos sobre los asuntos, la forma de enfocar y elaborar los discursos mismos.
En cuanto a la apreciación del arte, hay un par de cosas que tal vez fuera oportuno recordar.
Por una parte, mucha gente se indigna con (contra) el arte contemporáneo porque no lo entiende. Tampoco hay tanto que entender. Vamos: no hay nada que entender. Lo que pasa es que, como digo, ya no hay normas ni criterios objetivos. En otras épocas uno podía apreciar una pintura, por ejemplo, valorando el listado de cualidades obligatorias: la textura del modelado, la perspectiva, la composición equilibrada, la gama cromática, etc. Había normas para todo, y para ser un artista aceptable bastaba con aprenderlas y practicarlas. (Para ser un grandísimo artista hacía falta bastante más, pero un artista sin talento, aplicado y trabajador se defendía muy bien).
Por otra parte, una gran fuente de enfado para estos odiadores del arte contemporáneo es la enorme fama y la enorme riqueza que adquieren los presuntos artistas por hacer presuntas mamarrachadas.
Esto, como todos comprenderéis, es ajeno al arte. Si a un grupo numeroso de personas les da por un producto de mercado su precio subirá. Si a unos cuantos les da por invertir su dinero en obras de arte (que es como invertirlo en cualquier otra cosa), esas obras se valorarán en lo que tienen como inversión, y daría lo mismo que fueran chalés adosados o tulipanes.
Si el arte consistiera en su esencia, en la necesidad que tiene alguien de expresar algo, de encontrar algo, de probar, de jugar, y ante los resultados tuviera las opiniones de sus amigos -"me gusta mucho eso que has hecho", "pues a mí no me termina de convencer"-, el arte mantendría su pureza, y quien no entendiera de arte no sufriría lo más mínimo ni se enfadaría. Todo lo demás: dinero, fama, importancia, es una consecuencia inevitable de nuestro tiempo ante la que nadie debería enfadarse y, por supuesto, nadie debería dar mayor importancia.
Termino con una chorrada: Uno de los más grandes artistas de la historia y de los más falsificados es Rembrandt. Desde hace ya bastantes años muchos estudiosos dudan de la autenticidad de muchos de sus cuadros (sobre todo autorretratos).
Muchos de los supuestos autorretratos de
Rembrandt están en tela de juicio.
Leemos los encendidos elogios que se escribieron sobre tal autorretrato antes de que se empezara a sospechar de él y nos da la risa. ¿No era un cuadro tan magnífico? ¿No poseía tal cúmulo de cualidades y de maravillas? ¿Y no sigue siendo el mismo cuadro? ¿Entonces por qué lo han retirado de una de las salas principales del museo tal y lo han escondido en los sótanos?
O sea, que la calidad de la obra era solo el marujeo sobre la importancia de su autor.
Nadie sabe nada. Nadie entiende nada, ni sobre arte contemporáneo ni sobre arte del pasado. La mercantilización descomunal de las obras lo ha enturbiado y lo ha prostituido todo.
Al menos podemos decir con algún consuelo que ese Rembrand fake no lo ha podido pintar un mono.
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