Allí estaba, a pasos del gran final. Sólo faltaba recorrer algunos metros que la separaban de la cornisa para entregarse a los brazos del viento.Estaba decidida; pero, a último momento, un relámpago de dudas azotó su conciencia logrando estremecerla por completo. Nunca creyó poder llegar tan lejos.Había pensado en el suicidio muchas veces; fantaseado con poner fin al sufrimiento.Jugaba con la idea de acabar, de una vez por todas, con todo ese dolor que la corrompía por dentro.
De un tiempo a esta parte todo le resultaba gris: gris el cielo, gris la vida, gris el atardecer, gris el despertar y gris la fuerza que flaqueaba con cada latido. Era un gris que todo lo borroneaba, ajándolo en deslucidas fotografías de momentos olvidables a la vez que perpetuos.Había fantaseado con la idea, pero no había decidido. La decisión fue una de las composiciones más dolorosas. Planeó con cuidado cada detalle.Cubrió todos los flancos. La soledad era su compañera fiel.Las cartas de despedida fue escribiéndolas con calma, sin prisas, en los días anteriores.Las deudas fueron saldadas. Puede parecer absurdo o ilógico, sin embargo, para ella representaba el cierre de un ciclo y no podía ponerle punto final a las cosas sin dejar todo en orden.Elegir el método o la forma también había pasado un estricto control de calidad – por así decirlo -. Quería quitarse la vida en un riguroso sentido poético: sin sangre derramada en la bañera como un cliché barato, sin estridencias, ni mal gusto.Es que no se trataba de una pulsión sino de una decisión.Su elección para un final.Es que sentía que la vida era como un tren que pasaba de largo en una estación cualquiera sin frenar.Allí estaba ella, en la plataforma, despeinándose por la fuerza del tren que avanzaba a toda velocidad frente a sus ojos, sin dejarle la oportunidad de subir, de viajar a tierras remotas, de salir de allí; obligándola a ser mera espectadora, a permanecer inmóvil en una postura inútil y pasiva.Después de todo, saltar de la azotea sería como arrojarse desde un trampolín.Cerraría los ojos y se dejaría caer para que el aire golpeara su rostro con energía, haciéndole sentir (paradójicamente)cuán llena de vida estaba.Cerraría los ojos para recordar momentos felices: la época de trepar los árboles del jardín, la dicha veraniega de correr carreras en bicicleta, el placer de pintar con acuarelas el mundo que la rodeaba, la sensación del primer beso, la pasión del primer amor, la tristeza del último adiós, el abrazo de su madre, la confianza de su padre y los consejos de su abuela. Así, una sonrisa fugaz iluminaría su rostro en el instante fatal. Liviana, etérea, en paz, sin pesos ni ataduras saltaría al vacío para poner remedio a la desdicha.Sería como acabar con un cuaderno para comenzar uno nuevo, en blanco, lleno de promisorias oportunidades.Como barajar y repartir nuevamente, con la ilusión de tener una mano ganadora.
Allí estaba, recorriendo los escasos metros que la separaban del final deseado, planeado meticulosamente, dibujado en su cabeza. Hinchar el pecho con todo el aire que pudiera aprisionar en sus pulmones y dejarse caer como una hoja. Allí llegaba, cansada de batallar sin éxito, agotada de dar oportunidades al fracaso, exhausta de creer en imposibles.
©Silvina L. Fernández Di LisioAdvertencia: A todo aquel que decida reproducir en forma parcial o total este texto es oportuno informarle que el copyright © del mismo pertenece a la autora, quien no cede ni comparte este derecho con ningún otro individuo.