Llevamos un ritmo frenético. Horarios imposibles durante la semana, conciliaciones cogidas con pinzas. Trabajo en casa, trabajo fuera. Llega el fin de semana y empieza una contrarreloj de actividades, parques, compras...Y siempre hemos de estar al 200%.No recuerdo cuándo fue el día que quedé todo un fin de semana metida en la cama, sentada en el sofá con una manta o simplemente haciendo nada. Y no lo recuerdo gracias a mis hijos. Y no lo digo con ironía ni con sarcasmo. Si no fuera por ellos, no tendría tanta energía que no sé, sinceramente, de donde me sale. Y no sólo energía. También ganas de seguir adelante. Ya no recuerdo tampoco cuándo fue la última vez que me pregunté por qué tenía que levantarme de la cama un sábado por la mañana. Mis hijos son un potente motor en mi vida. Ellos no dan tregua. Para lo bueno y para lo malo. Cuando por la mañana, cuando aún no se ha hecho de día, mis pequeños con espíritu de gallo se despiertan con puntualidad suiza y oigo sus dulces pasitos acercándose por el pasillo, no hay lugar para la vagancia, la desidia o el abandono. Si hace unos años me hubieran dicho que en seis años nunca (y cuando digo nunca es literal) me iba a levantar más tarde de las ocho, no me lo habría creído. Sólo espero que mis hijos no dejen nunca de ejercer sobre mí esa maravillosa capacidad de transmitirme entusiasmo por la vida.
Revista Diario
Llevamos un ritmo frenético. Horarios imposibles durante la semana, conciliaciones cogidas con pinzas. Trabajo en casa, trabajo fuera. Llega el fin de semana y empieza una contrarreloj de actividades, parques, compras...Y siempre hemos de estar al 200%.No recuerdo cuándo fue el día que quedé todo un fin de semana metida en la cama, sentada en el sofá con una manta o simplemente haciendo nada. Y no lo recuerdo gracias a mis hijos. Y no lo digo con ironía ni con sarcasmo. Si no fuera por ellos, no tendría tanta energía que no sé, sinceramente, de donde me sale. Y no sólo energía. También ganas de seguir adelante. Ya no recuerdo tampoco cuándo fue la última vez que me pregunté por qué tenía que levantarme de la cama un sábado por la mañana. Mis hijos son un potente motor en mi vida. Ellos no dan tregua. Para lo bueno y para lo malo. Cuando por la mañana, cuando aún no se ha hecho de día, mis pequeños con espíritu de gallo se despiertan con puntualidad suiza y oigo sus dulces pasitos acercándose por el pasillo, no hay lugar para la vagancia, la desidia o el abandono. Si hace unos años me hubieran dicho que en seis años nunca (y cuando digo nunca es literal) me iba a levantar más tarde de las ocho, no me lo habría creído. Sólo espero que mis hijos no dejen nunca de ejercer sobre mí esa maravillosa capacidad de transmitirme entusiasmo por la vida.
