Para todo aquel aficionado al cine español, que más que una denominación de origen se ha transformado en un estigma o en un género en sí, no puede pasar desapercibida una de esas pequeñas películas que tan de moda están, mal llamadas low cost, y que con su manera transgresora y, al menos desde el canon español, ha logrado mostrar otra forma de ver el cine.
Cuando uno se enfrenta a los primeros minutos de El muerto y ser feliz siempre te asalta la duda de si alguien se ha dejado la pista audiodescrita puesta o si de repente te has quedado lelo y alguien ha decidido por ti que lo mejor es que te expliquen media película a la vez que la ves.
No nos engañemos, esta road movie que lleva al personaje de José Sacristán por todo el país es de visionado duro, es tan moderna en su elaboración que uno casi se autoconvence de que es normal que nadie la vea, que vaya tela con el cine español y que cómo puede ser que el director de semejante relato haya, de repente, aparecido y desaparecido, como si de un ligue de mala noche se tratase.
El muerto y ser feliz trata de nada y casi de todo, no sabes si sus situaciones casi inconexas (sin sentido sino llega a ser por los comentarios en off que bañan toda la película, comentarios mentirosos y llenos de doble sentido) te transportan a una comedia antigua o a un drama demasiado serio y experimental como para tomártela de un modo u otro.
Eso sí, no quiero decir que todo sea oro, y es que su lenguaje cinematográfico es aburrido, pero su novedad la convierte en una de esas pocas películas en las que sabes que estás ante algo especial, ante algo que nunca antes has visto.