Revista Cultura y Ocio
A las ocho en punto se encontraba a diario Jorge "el mulo" en el bar tras el trabajo, con la espalda tatuada en sudor, los nudillos a muescas y los ojos al borde del incendio. Saludaba con un inquietante gruñido, igual que el ruido de fondo de un potente amplificador al encenderse, dejando claro que algo iba a ocurrir. Del mismo modo podía romperte las costillas con un golpe o con un abrazo. Un hombre de excedido formato produce acciones desmedidas con naturalidad. A las nueve menos diez ya habían labios partidos en el callejón. Pero solo de los que pertenecían a boca-viles. Jorge era un lápiz corrector; un látigo para infames; un vengador de los débiles; un bruto con el corazón aterciopelado; una roca necesaria en el jardín. A las once iba al wáter como se dirige un camión articulado de camino al muelle de descarga. A su vuelta se le oía rumiar entre dientes lo mucho que le gustaba pegarse un baile de vez en cuando y yo imaginaba un transatlántico en plena tormenta. Hacíamos buena pareja: Jorge "el mulo" y Finico "el na de na".A las doce, el camarero cerraba el bar con nosotros dentro. Y entonces disfrutábamos de la facilidad de palabra de Jorge "el mulo". Una vez le contamos hasta tres. Agotábamos el barril de cerveza y nos despedíamos de Jorge con alegre camaradería, pero sin abrazos.