Homar Garcés.- El multilateralismo o lo que siempre se ha difundido como la unidad en la diversidad es un elemento primordial para el avance, la consolidación y la profundización de la revolución socialista, puesto que lo contrario sería destruir su esencia creadora y su desarrollo integral, limitándola a unos logros parciales que poco afectarían las estructuras y subestructuras políticas, sociales y económicas vigentes.
Es así que -contrario a la mal entendida hegemonía que busca agrupar y restringir el libre albedrío de las personas- este multilateralismo aplicado a la revolución socialista amplía todavía más sus posibilidades, generando entonces variadas situaciones que afinarán, sin duda, la praxis y los ideales del socialismo en cualquier nación en que éste se propicie.
De hecho, el poder popular -entendido como la manifestación más distintiva de una sociedad socialista- no puede ni debe confinarse a espacios reducidos y estrechos de soberanía simbólica que, a la larga, sean manipulados por la jerarquía gobernante en su provecho, desarticulando así su capacidad política para alterar sustancialmente las situaciones originadas por ésta, dada la gran concentración de dominio económico y político que ella tiene en sus manos. Por ello, se impone la necesidad de generar condiciones que eliminen los lazos de dependencia y sumisión en las relaciones de poder, diferenciándolas de las presentes bajo cualquier régimen democrático representativo.
En el fondo, de lo que se trata es de forjar (como lo plantearía Paulo Freire) una práctica de auto-emancipación a través de una política crítico-dialógica, la cual tendría que consolidarse desde abajo hasta alcanzar los grados superiores de la gestión pública. En tal sentido, los sectores populares no serán más objeto de los subsidios y las indulgencias del sector público, sino sujeto histórico de las verdaderas transformaciones que deben causarse en lo económico, lo político, lo social y lo cultural para hablar apropiadamente de revolución y de socialismo. Sin estos rasgos fundamentales, cualquier proceso político que busque definirse como socialista estará condenado a repetir los mismos esquemas tradicionales, tornado en simple reformismo. La relación entre gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos, tendería -por tanto- a modificarse radicalmente, correspondiéndoles a los primeros el rol de voceros mientras las decisiones y la soberanía le corresponderán siempre al pueblo. En este caso, se manda obedeciendo, sin la reproducción automática o programada de los instrumentos ni las estructuras de la dominación representativa-capitalista.
Por consiguiente, el multilateralismo -o la unidad en la diversidad- que debe favorecerse dentro de la revolución socialista no puede concebirse bajo la óptica de la dominación, la cual hace de los sectores populares simples activistas a quienes se les niega alguna teorización sobre su propia acción revolucionaria. Acción ésta que debe enmarcarse en la consecución de una sociedad de nuevo tipo, completamente diferente a la vigente. De ahí que en la misma no tenga cabida el mesianismo, ni el discurso vertical ni la consigna burocrática, ya que estos impiden el diálogo crítico que debiera impulsarse y resaltarse en todo momento, aun cuando la revolución esté sometida a ataques y amenazas en determinados momentos. Como lo resumiera Javier Biardeau R. en uno de sus artículos recientes, "la dirección política en la democracia socialista del siglo XXI, no puede confundirse con estilos burocráticos o militaristas, debe ser fundamentalmente una acción pedagógica y cultural liberadora".
Lograr la síntesis de múltiples determinaciones por parte de los diversos sectores populares podría concretar la posibilidad de construir realmente el socialismo revolucionario. Este nuevo objetivo revolucionario por alcanzar haría de la participación social su primera trinchera de lucha, evitando -en consecuencia- la burocratización y el oportunismo que socavarían las bases de la revolución. [ARGENPRESS.info]