Revista Cultura y Ocio

El mundo al principio

Por Calvodemora
El mundo al principio
Hay quien sostiene que la felicidad consiste en algo inaprehensible, de escaso afecto por lo doméstico. Tengo amigos felices al modo en que yo desearía serlo alguna vez. No hay día en que no piense en ellos, en contarles lo se ve desde afuera, aunque ellos descrean y no aprecien en profundidad lo que yo de verdad siento, pero no doy con la manera sin que se sientan incómodos, abrumados por argumentos a los que tampoco dan un crédito fiable. Pensarán que me guía la amistad o que me ciegan los años compartidos, las conversaciones abandonadas en las barras de los bares, los paseos volviendo al barrio. Ahora son otros tiempos y ya no vivimos ese barrio. Queda ciertamente lejos, lo mitificamos a nuestro antojo, le concedemos el rango metafísico de los paraísos perdidos: cuente el buen lector la niñez o la adolesencia, repase el suyo, las calles en las que se forjó la épica más noble del ser humano, la de los juegos y la de la pereza, donde se echó el ojo al primer amor o donde, por obra siempre de la fortuna, se malogró ese enamoriscamiento y se vertieron las primeras maravillosas lágrimas. La felicidad de la que hablo no es un asunto baladí: de ella depende en gran medida el sostenimiento de todas las posibles felicidades futuras. Estoy con quienes ven en la construcción de una infancia feliz la antesala de una edad adulta no excesivamente malograda. Creo con firmeza en la limpieza moral de los años en los que la moral no es carga alguna y vive uno libre, desprejuiciado, cogiendo esto y aquello, sin pensar en el mal que se causa o en el bien que esos actos conllevan.
La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Hay en la foto de Carl de Keyzer un regusto maravilloso a felicidad absoluta, un poco infantil y despreocupada, traviesa y pura, que hace pensar en que en realidad la foto sea un apaño digital, uno de esos trabajos de photoshop, o bien, puestos a hilar fino, una instalación artística. Busco un novio, busco una novia y los monto en una atracción de feria en un paraje desolado, comido por la miseria, escombrado y gris, del que no hay nada, salvo ellos, que pueda ser extraíble, domesticado por la lujuria de la vista. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Está el corazón violentado por el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria. Debería existir una posibilidad de volver allá. No la hay. No porque lo real no llene lo bastante sino por contemplarnos entonces. Por dar un sentido al ahora. No busquen desolación. Un pequeño principio de legítima añoranza.

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