"El heroísmo no forma parte de mi carácter. En todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de esquivarlas y en más de una ocasión tuve que tragarme el reproche, quizá justificado, de persona indecisa".Así se define el propio Stefan Zweig en su libro de memorias El mundo de ayer. No era el suyo un carácter belicoso, pero hay armas, quiero pensar, más efectivas que la vehemencia y la beligerancia, como son la palabra y la reflexión. En ellas se ocupó y a ellas se dedicó el austriaco, y no debió de sacarles mala renta pues, y vuelvo a citar sus propias palabras, "quien en tiempos de entusiasmo es menospreciado por débil y pusilánime, en el momento de la derrota suele demostrar ser el único que no sólo la soporta, sino que también la domina".
No sé si este pensamiento lo abandonó al final de sus días y si fue precisamente el sentimiento de derrota el que llevó a este hombre que predicaba la libertad y la fraternidad entre pueblos a quitarse la vida el 22 de febrero de 1942 en su exilio brasileño, lo que sí sé, es que poco antes tuvo la suficiente lucidez para dejar escrito en forma de autobiografía, que más parece un ensayo, un brillante análisis de la doble hecatombe que sufrió Europa en el siglo XX; un agudo reflejo de las consecuencias de la absurdidad y estupidez humanas y toda una lección de historia de la que todavía nos queda mucho por aprender.
Zweig comienza su relato antes de su nacimiento, retratando la sociedad de la generación de sus padres, lo que él llama el mundo de la seguridad. Nos describe también la Viena artística de finales del siglo XIX y principios del XX, una ciudad que es un paraíso para los artistas y en la que todo el mundo entiende de arte. El teatro es una auténtica pasión para sus ciudadanos y poco importan el resto de acontecimientos políticos o de otra índole más allá de los eventos y críticas artísticas.
El escritor austriaco pertenece a una familia judía bien posicionada. Es educado, como todos los chicos de su generación, en el respeto y la reverencia a los mayores. Todo lo que huele a novedad o juventud inspira desconfianza. El sistema educativo de aquellos años adolece de ese mismo encorsetamiento. Stefan Zweig y sus compañeros de clase ocupan las aulas de cuerpo presente pero son ellos los que se preocupan de su auténtica educación descubriendo nuevos poetas y haciendo sus pinitos como escritores.
La lectura, la escritura y los viajes marcan su juventud y también su vida adulta. Amplía el conocimiento del mundo más allá de su amada Europa siguiendo el consejo de Walther Rathenau:
"-No puede entender Inglaterra si sólo conoce la isla -me decía-. Ni nuestro continente, si no ha salido de él por lo menos una vez. Usted es un hombre libre, ¡haga uso de su libertad! La literatura es una profesión fantástica, porque en ella sobra la prisa. Un año más o menos no cuenta para nada cuando se trata de un libro de verdad".Sus estancias en el extranjero, sin duda amplían su mirada y acrecientan su anhelo de libertad individual y de un mundo sin fronteras, pero, además, le brindan la oportunidad de observar peligrosos conatos de lo que está por venir en el viejo continente. También le permiten codearse e incluso trabar amistad con relevantes personalidades de la época, y no sólo del mundo artístico y cultural, sino también de la política, aunque por aquel entonces ni alcanza a imaginarlo. No me resisto a incluir en esta reseña dos citas de dos de esos ilustres personajes. La primera pertenece a Rainer Maria Rilke; la segunda, a James Joyce.
"-Me voy al extranjero -dijo-. ¡Ojalá todo el mundo pudiera irse al extranjero! La guerra es siempre una prisión".
"Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición".
Stefan Zweig con su hermano Alfred
en Viena alrededor de 1900.
Fotografía de Kunst Salon Pictzner
La despreocupación en la que vive la Europa de aquellos años acaba pasando factura. El exceso de confianza y poder, y el abuso al que este último casi siempre conduce, desembocan en un conflicto bélico entre naciones: la Primera Guerra Mundial; una guerra caracterizada en parte por la ingenuidad de las masas, que se muestran exultantes ante tanto fervor en la confrontación y seguros de una pronta resolución traducida en victoria.
Por aquel entonces los ciudadanos aún tiene fe en sus gobernantes y se creen a pies juntillas lo que éstos proclaman. Será el posterior cansancio y desconfianza generada los que abrirán la senda a la ya por fin anhelada paz. Pero hasta entonces se necesita mantener el júbilo inicial y se echa mano para ello de escritores e intelectuales. No son pocos los que, plenamente convencidos de obrar en beneficio de su patria, ponen sus dotes poéticas al servicio de la guerra. Zweig se mantiene con la minoría que piensa que el mundo se ha sumido en una locura y considera la actitud de sus colegas una traición a "la verdadera misión del escritor, que consiste en defender y proteger lo común y universal en el hombre".
Tras la paz llega un periodo de relativa calma pero marcado por un caos financiero caracterizado por la inflación. Los valores morales entran en declive y a la vez se valora lo esencial de la vida como nunca antes se había hecho. Los jóvenes intentan por todos los medios desvincularse del mundo de sus padres y se lanzan a vivir sus años locos. Berlín también es tomada por el desenfreno. Esto contrasta con una nación en la que siempre se ha venerado el orden por encima de todo. Serán el anhelo de recobrar ese orden y los estragos de la inflación los resortes sobre los que Hitler se aupará al poder y lo que desencadenará aquello que se pensaba imposible: otra guerra mundial.
Parece que ni el propio Stefan Zweig, con toda su capacidad de análisis de los acontecimientos que le rodeaban, pensaba que fuese posible que se desatara otra guerra; de lo contrario, no hubiese tenido cierto perverso deseo en su quincuagésimo cumpleaños.
"¿No sería para mí mejor -seguía soñando aquella cosa dentro de mí- que me pasara algo más, algo nuevo, algo que me volviese más inquieto, más tenso, más joven; que me retase a una lucha nueva y a lo mejor aún más peligrosa? En todo artista anida un dilema misterioso: cuando la vida lo obliga a ir febrilmente de un lado para otro él anhela tranquilidad; pero cuando tiene tranquilidad echa de menos la tensión. Así, el día de mi cincuenta cumpleaños en el fondo de mi corazón sólo albergaba un deseo perverso: que sucediese algo capaz de arrancarme otra vez de aquella seguridad y aquellas comodidades y que me obligase ya no tan sólo a seguir sino a empezar de cero".
Realmente resulta admirable el análisis que realiza el escritor austriaco de la subida al poder de Hitler y de cómo se gesta la Segunda Guerra Mundial, más teniendo en cuenta que no vive años suficientes para poner distancia de lo primero y que no vio el final de lo segundo.
El inicio, lo vive lejos de su amada Austria. En cuanto empieza a sufrir hostilidad como judío, pone tierra de por medio. Son momentos duros para Zweig, no es lo mismo llegar a un país extranjero como viajero que sin tener adónde regresar. Pero lo más duro para él aún está por venir: la retirada de su pasaporte. Nunca podría haber imaginado que le dolería tanto el que le negasen un documento que no había existido antes de la Primera Guerra Mundial y cuya existencia hasta entonces él, defensor de la libertad de movimientos del hombre, no acababa de comprender del todo. La retirada de su pasaporte supone el descenso de huésped extranjero a refugiado. Se había convertido en un apátrida.
"Fue después de la guerra cuando el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo, y el primer fenómeno visible de esta epidemia fue la xenofobia: el odio o, por lo menos, el temor al extraño. En todas partes la gente se defendía de los extranjeros, en todas partes los excluía. Todas las humillaciones que se habían inventado antaño sólo para los criminales, ahora se infligían a todos los viajeros, antes y durante el viaje".Leer a Zweig es a la par enriquecedor y demoledor: enriquecedor, por toda la lucidez que arroja sobre la locura de una Europa enferma; demoledor, porque en la destrucción de ese mundo suyo de ayer reconozco a nuestro mundo de hoy. Es también como moverse constantemente entre la luz y la sombra, pues, como él mismo concluye "toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo éste ha vivido de verdad". Stefan Zweig vivió la luz y la sombra del tiempo que le tocó vivir y nos las dejó explicadas como nadie. Ojalá aún queden muchas mentes como la suya para alumbrar las sombras que se abaten sobre nuestro mundo.
""¡Olvida!", me decía a mí mismo. "Huye, refúgiate en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí donde sólo eres tu "yo" anhelante, no un ciudadano, no el objeto de ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido".
Diario de Stefan Zweig de su época en Salzburgo.
Ficha del libro:
Título: El mundo de ayer
Autor: Stefan Zweig
Traductor: A. Orzaeszek y Joan Fontcuberta
Editorial: Acantilado
Año de publicación: 2012
Nº de páginas: 552
ISBN: 978-84-95359-49-0
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