Todo fenómeno del universo es la parte manifiesta de otro fenómeno contrapuesto que aguarda en estado de latencia a que llegue el momento de ocupar el lugar de aquél. Decía Anaximandro (610-547 a. C.), uno de los primeros filósofos que aparecieron en la antigua Grecia, que el principio de todas las cosas era el ápeiron, lo infinito o indeterminado, en donde todo era equilibrio y unidad. Del ápeiron surgieron las cosas divididas en contrarios, aunque no equiparados cada uno con su controvertida pareja, pues eso los haría compensarse y regresar al origen, al ápeiron, sino predominando injustamente un contrario sobre el otro, ocupando, aquél que prevalece, más de lo que equitativamente le hubiera correspondido en el nicho destinado a cada pareja de opuestos. De este acto de injusticia brotaron, pues, las cosas individuales: el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, el hambre y la saciedad…
Cada cosa está en permanente combate con su contraria, nunca reconciliada con ella, sino ocupando el lugar preeminente unas veces y otras desbancada de ese lugar por su irreconciliable pareja. Esta es la razón de que Heráclito dijera que “la guerra es el origen de todas las cosas”. De manera que la pleamar resulta ser el aviso de que pronto llegará la bajamar, la noche sirve de heraldo para el día y la acción es el anticipo de la reacción. Nunca esos contrarios acabarán de reconciliarse, salvo cuando todo regrese al origen (que regresará, dice Anaximandro) y quede disuelto en la indiferencia. Estas premisas nos ayudarán a entender que la Historia sea el escenario en el que van irrumpiendo de forma secuenciada momentos con perfiles contrapuestos que, constatada la imposibilidad de su síntesis, parecen aceptar que uno predomine por un tiempo a condición de que, llegada la hora, ceda su reinado y su vigencia al otro.
La Modernidad se inauguró con el desplazamiento del péndulo de la historia hacia el sesgo de lo individual. La última etapa de la Escolástica medieval (Guillermo de Ockham sobre todo) generó conceptos con los que dar expresión a la supremacía de lo individual sobre lo universal, de la parte sobre el todo. Descartes, máximo mentor de aquel tiempo, entendió que cualquier sistema podía ser reducible a un conjunto de partes independientes, como efectivamente ocurre con las máquinas. Y en conclusión, para esta forma de mirar mecanicista, el todo equivalía a la mera suma de sus partes. Podríamos considerar la invención del microscopio por parte del holandés Anton Van Leeuwenhoek, en el siglo XVII (la atención, pues, a lo que resulta de desmenuzar cada cosa en sus partes mínimas), como el resultado más congruente con esta forma de mirar el mundo, y el que servía de puerta de entrada a los grandes descubrimientos científicos y tecnológicos de la Era Moderna, que culminaron, en el siglo XX, con la biología molecular y la física de partículas.
El enfoque en la forma de mirar del hombre moderno está adaptado, pues, para la percepción de microcosmos. Ahora bien, y como dice Ortega, “quien quiera ver un ladrillo necesita ver sus poros y, por tanto, acercarlo a los ojos, pero quien quiera ver una catedral no la puede ver a la distancia de un ladrillo”. Y parece haber llegado ya la hora de que aquella visión analítica y reduccionista vaya dejando paso a la nueva visión, que ya hace un tiempo que ha lanzado sus arietes sobre sus contrarias, la Modernidad y la Posmodernidad. Es hora de entender el funcionamiento de los sistemas complejos: la sociedad, el cerebro, los ecosistemas… todos aquéllos en los que se puede constatar que el todo es más que la suma de las partes (por eso, ante una lesión cerebral, el resto de las partes del cerebro tiende a asumir, en lo posible, las funciones de la que quedó inutilizada, algo que una interpretación mecanicista del funcionamiento del cerebro no puede explicar).
Según la nueva perspectiva, de la que participan la teoría sistémica, la Gestalt en psicología, la teoría del caos…, todo sistema se configura como una red de intercambio de información que hace que cada parte intervenga en el funcionamiento del todo, igual que cada fragmento de una sinfonía interviene en el conjunto de toda ella o cada capítulo de una novela en el total de lo narrado en ésta. Cuando esto deja de ocurrir, el sistema está amenazado de muerte. Es lo que ocurre en el cáncer, cuando unas células crean una especie de estado independiente dentro del organismo. O en los extremos a que ha llegado el arte actual, en que cada verso de un poema surrealista es independiente del siguiente o los fragmentos de un cuadro cubista pretenden tener autonomía y no estar subordinados a una idea de conjunto. O, en fin, si nos trasladamos al ámbito sociopolítico, lo que asimismo ocurre con los nacionalismos separatistas.
¿El mundo? No existe. Es sólo un estado de transición entre dos formas contradictorias de existencia. ¿O no será que lo que nos parece una secuencia de contradicciones sea un producto de nuestro exiguo sistema perceptivo, que tiene que inventar lo que Kant llamaba las categorías a priori del tiempo y del espacio para captar en dos mitades secuenciadas y opuestas entre sí una única realidad? Las dos propuestas que planteo han de ser verdaderas. ¿O serán falsas las dos?