El gran Vittorio Gassman, quizá el actor más grande que haya dado Italia al mundo, sostenía que el teatro no se hace para contar las cosas, sino para cambiarlas. En el verano de 1984, Gassman recaló en el Festival Internacional de San Javier, que este año cumplirá felizmente medio siglo de vida, para ofrecer sus monólogos a un público que había agotado las entradas con feroz antelación. Llegó en avión al aeropuerto marmenorense, donde estaba apostado a pie de pista el fotógrafo Ángel Martínez Requiel para captar el momento en que descendiera por la escalerilla de la aeronave, y de allí se trasladó al hotel.
Cuando a Gassman le enseñaron el auditorio donde debía actuar horas después, alguien como él, acostumbrado a los mejores anfiteatros y coliseos, utilizó una expresión que, siendo piadosos, consideraríamos despreciativa. Alegó además que la megafonía no era la apropiada, pues carecía de la potencia exigida. Gassman, que tenía entonces casi 62 años, y que había llegado algo tocado, con una notable afección de faringitis e inflamación de la tráquea, se volvió al hotel y pidió al servicio un recipiente con agua hirviendo y toallas para hacer vahos en su habitación.
Allí estábamos en el hall, esperándolo, entre otros, el entonces crítico teatral de este periódico, Jacobo Fernández Aguilar, y un servidor, quienes nos habíamos trasladado desde Murcia, en mi primario Seat 133, para intentar entrevistarlo, pertrechados de un magnetofón de aquellos tan singulares que teníamos en Radiocadena. Recuerdo la expresión de mi acompañante al aparecer Gassman en la recepción del establecimiento hotelero: “Ahí está”, me dijo en un acto reflejo de evidente admiración, que se traslucía en sus ojos, por un artista al que teníamos a tan solo escasos metros de nosotros. Pero, al final, Gassman no actuó esa noche, tampoco quiso hablar con la prensa y su decisión de suspender la función estuvo a punto de provocar un serio altercado de orden público al encajarlo muy mal los asistentes, que abarrotaban sus asientos en los graderíos.
Recordé esta anécdota la otra noche, escuchando a unos tertulianos en la televisión autonómica murciana hablar de ‘Perfume de mujer’, la película que en 1974 protagonizó Gassman, bajo la dirección de Dino Risi y con una imponente Agostina Belli en el reparto. Años después, en 1992, Al Pacino hizo lo propio en un ‘remake’ estadounidense, trabajo por el que obtuvo un Oscar y un Globo de Oro como mejor actor. El tango gardeliano ‘Por una cabeza’ que baila con una espléndida Gabrielle Anwar, por sí solo, ya vale un potosí.
En la tertulia se dijo, entre otras cosas, de Pacino, en el papel del exmilitar ciego (“El día que dejamos de mirar, es el día que morimos”, confiesa a su joven lazarillo), que no tenía comparación con Gassman, que sobreactuaba y como que no le llegaba ni a la suela de los zapatos. Para conocer la verdadera dimensión de este actor salido del Bronx neoyorquino hay que leer ‘Conversaciones con Al Pacino’, de Lawrence Grobel, una joya del que consideran el Mozart de los entrevistadores. A nadie discutiré jamás que Gassman fue grande, muy grande, ciertamente un dios de la interpretación, dotado con una voz portentosa e inigualable. Pero no albergo dudas de que Pacino, que siempre se ha considerado actor antes que estrella y para quien el teatro es un estilo de vida, sería con absoluta certeza su profeta.
[‘La Verdad’ de Murcia. 26-3-2019]