Es más o menos claro que la comunicación humana es un proceso que corre en paralelo con la propia evolución de la especie. Sin caer en tópicos, podemos asegurar que todos los seres vivos se comunican. No hay gran diferencia entre la comunicación eléctrica que se establece entre las conexiones sinápticas de nuestro cerebro y la que se produce entre algunos organismos unicelulares, que de este modo transmiten sencillos mensajes en código parecido al binario, del mismo modo que debemos admitir la complejidad de sistemas de transmisión de ideas como el que usan las abejas con sus bailes.
Bien, nada es baladí en la naturaleza, así que si la comunicación entre individuos de la misma especie existe es porque es necesaria. ¿De qué forma? Quizá de la más importante que pueda haber: aquella que supone la propia existencia. La comunicación es imprescindible para la reproducción. A través de la percepción, que debemos entender en un sentido más amplio que los sentidos, los seres evolucionados tenían conciencia de la existencia de los demás miembros de su especie para poder perpetuarla. Es lógico pensar que la comunicación se desarrolla entre miembros de la misma especie, pero no lo es menos que también se produce entre especies, y podríamos decir que ha sido útil para la defensa de unas frente a otras cuando se ha elaborado un adecuado mensaje de “no me caces” o “no me comas” a través de formas o colores, si bien no denemos tomarla siempre en este sentido defensivo necesariamente, pudiendo realizarse entre distintas especies en beneficio mutuo, como Daniel Mediavilla explica en el artículo “Primer caso de comunicación entre humanos y animales salvajes” en El País del 21 de este mismo mes de julio de 2016 (http://elpais.com/elpais/2016/07/21/ciencia/1469112502_711822.html), donde constata la eficacia de la llamada, según un código determinado, que los hombres de una tribu africana realizan a una especie de aves para que les ayuden a encontrar colmenas.
No tengo muy claro que la complejidad evolutiva equivalga al triunfo en una supuesta carrera por lograr el cetro del mundo animal; quien así lo defendiera encontraría quizá en el lenguaje humano una demostración empírica. Por mi parte, prefiero pensar que cada ser vivo desarrolla su existencia según sus necesidades, y se comunica con su entorno de la forma que precisa. No podemos negar, sin embargo, la maravilla que se esconde en la complejidad del lenguaje, por más que ello haya quizá supuesto arrumbar o contrariar otras formas de comunicación de que también disponemos, como el olfato.
Aún no hemos podido discernir en qué punto de la evolución humana se desarrolló la capacidad de hablar, ni si los homínidos que se creyeron durante muchos años ancestros del homo sapiens poseían un sistema de creación de sonidos tan evolucionado como el nuestro, y si ello influyó en la supremacía durante el período de la coexistencia, si fue aleatorio o decisivo. Pero un sistema de comunicación más evolucionado ofrece sin duda una ventaja comparativa. Que el mero mecanismo de la comunicación en enfrentamiento implica una ventaja podría ejemplificarse con el “micrófono de garganta” que los artilleros de carros de combate alemanes de la Segunda Guerra Mundial utilizaron en batalla: la capacidad de comunicarse entre sí, a pesar del fragor del combate, les dio una ventaja que en ocasiones resultó decisiva.
Afinando más el concepto, podemos hablar del sistema de comunicación que los bosquimanos usan durante la caza: los chasquidos que generan con la boca no asustan a sus presas, pues al no ser sonidos “vocalizados” no son identificados con sonidos propios de mamíferos superiores, que siempre hablan “guturalmente”.
Ambos constituyen ejemplos que muestran que comunicarse mejora las perspectivas de supervivencia, y de ambas maneras vemos que se logra lo que la comunicación pretende: la transmisión de ideas, y en un plano además de estricta utilidad, pues no parece discutible que el lenguaje comenzó por la comunicación útil, y no por la abstracta.
En el periódico El País (también de 21 de julio de 2016) se ha publicado un artículo (El mundo de la mente tiene 180 países) en que se da noticia del “mapeo” del cerebro, realizado por Matthew Glasser y David Van Essen en los últimos años, y que ha demostrado que las partes últimas de la formación del cerebro están en la zona frontal y más superficial. Podemos decir que el cerebro evoluciona “ilando fino”, mejorando constantemente la capacidad de comunicación con la incorporación de terminología cada vez más precisa y de conceptos cada vez más abstractos. Volveré sobre ello más adelante cuando hable de la creación de palabras.
El argumento que ahora me interesa desarrollar va por otro camino: toda la especie humana tiene la misma capacidad para el lenguaje. Ergo, el lenguaje desarrollado por cada grupo humano debe responder a idéntico impulso de comunicación, y pretender un grado homogéneo. Y sin embargo las lenguas existentes son muy numerosas, y su capacidad de transmisión de ideas dista mucho de ser homogénea. ¿Por qué?
Sigo a partir de aquí las ideas, que me han parecido muy interesantes, del investigador Nicolás Rubakin, quien desarrolló en el primer tercio del siglo XX un campo para el estudio de los idiomas denominado Bibliopsicología.
La Biblia nos explicó la existencia de los diferentes idiomas con la metáfora (pues creo que así debiera interpretarse) de la Torre de Babel. Aparte la escasa credibilidad de la narración, en lo que ahora interesa ello supone la idea de fondo de que todos los lenguajes humanos tienen un origen común, propio de un ancestro, y que a partir de ahí derivaron. Veamos las palabras del Génesis:
«Jehová los esparció desde allí sobre toda la superficie de la tierra, y poco a poco dejaron de edificar la ciudad. Por eso se le dio el nombre de Babel, porque allí había confundido Jehová el lenguaje de toda la tierra» (Génesis 11:8, 9).
Esta idea implica necesariamente que todas las lenguas deben tener un núcleo común, y que la comunicación se desarrolló en una línea exclusiva. Como es fácil colegir, este aserto es falso, y basta comprobar los mecanismos de la formación de palabras en espacios geográficos muy distantes para remachar que el lenguaje es una creación humana espontánea y oportuna, fruto de las circunstancias y los avatares del grupo humano que lo desarrolla.
Como Rubakin muestra en su obra El origen de los idiomas humanos, el procedimiento de formación de palabras varía según áreas geográficas, y responde a varios modelos que oscilan, básicamente, entre un modo derivativo —así asimilado por la Lingüística moderna— y otro modo que podríamos definir como “cumulativo” o sumatorio, en que dos o más ideas ayudan a alumbrar una nueva.
El modo derivativo, propio de las lenguas romances, se ha mostrado muy práctico, y tiene la ventaja de extraer de una sola raíz, o lexema, múltiples variaciones, aunque los métodos para hacerlo pueden variar en cada lengua. En español, francés e italiano se usan prefijos, sufijos o infijos que otorgan matices a los lexemas básicos, con las variaciones precisas. En la busca de neologismos —términos desconocidos y que alumbran para encerrar una definición no cubierta hasta ese momento— es una forma fundamental de creación léxica, pero no la única. La Lingüística tiene definidas asimismo las posibilidades que tienen estas lenguas de generación de palabras sumando dos o más de dos de lo que se denominan “categorías léxicas”. El abanico es amplio:
Verbo + sustantivo: sacacorchos, abrelatas, aguafiestas.
Sustantivo + adjetivo: aguamarina, camposanto, pasodoble, pelirrojo, boquiabierto, carilleno.
Adjetivo + sustantivo: extremaunción. medianoche, salvoconducto, bajorrelieve.
Sustantivo + sustantivo: bocacalle, coliflor, casacuna, motocarro, hispanohablante.
Adjetivo + adjetivo: sordomudo, verdiazul, agridulce, altibajo.
Adverbio + adjetivo: biempensante.
Sustantivo + verbo: fazferir.
Pronombre + verbo: cualquiera, quehacer, quienquiera.
Verbo + verbo: duermevela.
Este mecanismo no se da en el ruso. En turco, por ejemplo, los lexemas son inamovibles, y la sufijación genera los matices necesarios.
En la otra gran familia de lenguas, las que usan el sistema “cumulativo”, se emplean solamente raíces. De este modo, para formar la palabra “padres” se unen dos raíces: padre y madre, y como no hay variaciones con la misma raíz se dice “padre”, “del padre”, “al padre”, etc. Por ello tiene una importancia singular la pronunciación, que es la que marca el matiz, de tal manera que algunas palabras pueden pronunciarse hasta de diez maneras diferentes, y en cada una poseer un significado propio. Veamos un curioso ejemplo expuesto por este autor:
«Damos, como ejemplo, una breve conversación entre dos siameses.
Uno de ellos pregunta al otro: ¿Kjay Kjay Kay Kjay na Kjay? En siamés esto quiere decir: ¿Acaso nadie vende huevos en esta ciudad?
El otro siamés le contesta: “Ja-nay-kjay fa-Kjay Kjay”, lo que significa: ¡Cómo no! Pero el vendedor de huevos está enfermo hoy.
En castellano esta conversación consta de muchas palabras distintas. En cambio, en siamés, se han empleado sólo seis vocablos, que son: “Kjay”, “Kay”, “na”; “nay”, “ja” y “fa”».
¿Cómo se realizan los préstamos entre diferentes idiomas?
El intercambio comercial, la vecindad y el gusto por la novedad han sido los grandes responsables del préstamo terminológico entre lenguas distintas. Como ya dijimos en otro lugar, los viajeros han “rebautizado” los lugares, pronunciándolos como creyeron oírlos o adaptándolos sin rubor a la pronunciación propia. Está bastante claro que un español nunca pronunciará el francés como un nativo salvo que tenga unas grandes aptitudes y un amplio conocimiento del idioma vecino, y es fácil deducir que en inglés hubo una adaptación digamos “libre” de palabras como “café” o “patata”, cuando quedaron incorporadas a su vocabulario.
Este proceso es natural y, aunque disimétrico, suele ser recíproco. Su mecanismo de funcionamiento es automático, pero no inevitable: no decimos balompié, sino fútbol, pero en cambio usamos baloncesto, y no basketball. Ha sido muchas veces motivo injustificado de preocupación, como si una comunidad de hablantes no fuera capaz de mantener por sí misma viva la lengua que usa. Absurdo.
Sobre las aportaciones de otros idiomas leemos lo siguiente de la pluma de José A. Pascual, en el capítulo “Escándalo o precaución sobre el futuro de nuestra lengua” en la obra El peso de la lengua española en el mundo, obra recogida en la Biblioteca Cervantes y que se puede consultar en http://cvc.cervantes.es/lengua/peso_lengua/default.htm:
«Otra de las ventajas (habla de las que se disfrutan al enriquecer el idioma) procede de la actitud de los hablantes, que, en lugar de tomar a las restantes lenguas como invasores insolentes del español, han sabido convertirlas en auxiliares capaces de enriquecerlo con sus préstamos. Unos han servido para designar nuevos conceptos; pero muchos otros se importaron como si de productos de lujo se tratara, sin que para ello hubiera otra necesidad que la que se deriva de la libertad lingüística y del gusto por elegir bien. Así, el italiano permitió a nuestros cortesanos, en el Siglo de Oro, cambiar el tradicional potaje por la menestra, o dejar de lado el verbo desemparar, sustituido por un italianismo flagrante como era abandonar, con cuyo empleo consiguió sorprender el exquisito Garcilaso a sus lectores».
Los extranjerismos se adaptan, así, por necesidad o por gusto, quizá buscando la exactitud de un matiz, o simplemente la musicalidad.
Por necesidad es claro que las lenguas propias de comunidades pequeñas o de entornos geográficos muy limitados se ven en la obligación de adaptar los términos desconocidos cuando los descubren y necesitan usarlos. En lo que Rubakin llama “lenguas poco cultas”, despectivamente, hace una equivalencia grosera entre la escasez de vocabulario de gente con escasa cultura y la amplitud que el estudio y la preparación académica dan. No hay lenguas poco cultas, igual que no hay pueblos más cultos que otros, porque sería tanto como decir que hay pueblos más humanos que otros. La lengua es la manifestación cultural del habla, y su amplitud y complejidad dependerá de la forma de vida de esa cultura. No es raro que la lengua de los inuit carezca de términos propios de la ingeniería aeronáutica, que no desarrollaron, pero en cambio posea más de treinta términos diferentes para definir el color blanco, del que habitualmente viven rodeados. Por la misma razón, para definir el desierto y las inclemencias meteorológicas que en él se pueden dar sería lógico buscar ayuda en la lengua de los bosquimanos, aunque en total esta lengua no tenga más de unos pocos miles de palabras.
¿Puede una lengua tener todos los términos existentes?
Esta pregunta sin duda es bastante tramposa. De un lado es lógico pensar que cuanta más amplitud tenga el compendio terminológico de una lengua podríamos considerarla más completa, superior a otras, pero esta medición es difícil. Habitualmente los diccionarios son la fuente de que se bebe, pero ello es menos fiable de lo que podría parecer. Entre los idiomas más usados el que destaca sin duda ninguna es el árabe, del que se constata que posee unos doce millones de términos, quince veces más que el inglés. ¿El matiz? En este rol se incluyen abundantes dialectos, con lo que muchos términos tienen varias entradas, a veces muchas. El inglés, que tiene unos 700.000 términos en el Oxford English Dictionary, incluye entre ellos muchos términos desusados porque estos no salen nunca del corpus, y por ejemplo incluye para el término “beso” el latino “osculum”. Del mismo modo, algún diccionario alemán recoge 600.000 términos, aunque los de uso más común rebajan esta cifra a unos 250.000. El Gran diccionario académico de la lengua rusa (Bol’shoj akademicheskij slovar’ russkogo yazyka) cuenta con 150.000 entradas, y según el diccionario de la lengua portuguesa Priberam, esta lengua contiene alrededor de 110.000 entradas. El francés, sin embargo, tiene con el mismo baremo unos 60.000 términos, y el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española tiene algo más de 90.000, de los que más de 19.000 son americanismos.
La “trampa” de este sistema de medición, de “a ver quién es el que la tiene más grande” se nota, por ejemplo, en que el finlandés tiene, teóricamente, un número infinito de palabras, pues de cada término se pueden dar infinitas variantes añadiendo un atributo numeral.
Como de este modo no parece que lleguemos a saber qué lengua “gana” tendremos que admitir que, en buena lógica, las lenguas más usadas, más extendidas por el planeta, con más contacto con otras lenguas y en las que se practiquen más artes, oficios, ciencias y disciplinas será la más extensa. Lo que obviamente no quiere decir que esté al alcance del hablante medio, sino que dará, sin necesidad de aportes extraños, la posibilidad de comunicarse a sus hablantes entre sí.
A pesar de ello, no todo lo que comunicamos es con el habla. Dos músicos, uno búlgaro y otro chino, podrían admirar y compartir las composiciones del otro sin necesidad de una sola palabra. Las más elevadas actividades intelectuales del hombre no dependen muchas veces de la comunicación hablada, y es conocida la anécdota de que el científico Ramón y Cajal dio a conocer sus estudios en un congreso en Alemania no hablando en absoluto alemán; simplemente condujo a un famoso colega hasta su microscopio y le invitó a mirar a través de la lente. Así obtuvo una beca y su primera estancia en el extranjero. La matemática, la física, la química, son disciplinas científicas con un idioma universal, adecuadamente estandarizado.
Podríamos entonces concluir que el utilitarismo no lo es todo. Si vamos al origen, las primeras palabras son objetos, y podemos incluso ver la similitud de términos primitivos como “papá” o “mamá” en idiomas muy distantes y distintos; nos es fácil asumir que estas palabras “infantiles” constituyen el origen de la expresión hablada, y que muchas veces estas palabras dependerán de evocaciones o relaciones reconocibles, como sucede con “ruido” o “volar”. La etapa de madurez de una lengua es la de la transmisión de los sentimientos y las ideas, es decir, la trascendencia a lo abstracto. En relación con la ciencia, no consistiría tanto en transmitir la ciencia como en hablar de ello, o sea, en reflexionar sobre la implicación que tenga para el grupo. En cualquier otro aspecto de la comunicación la amplitud del vocabulario puede depender de la sensibilidad, de la oportunidad o simplemente de la casualidad, pero no hay homogeneidad entre las lenguas, simplemente porque cada término no es un peldaño de una escalera que un grupo humano asciende, sino una tesela más del suelo en que se apoya.
Los ejemplos de la disimetría entre idiomas pueden ser curiosos, y sin duda una pesadilla para traductores. A veces la sutilidad de un término puede resultar enormemente sorprendente y parecer una provocación etimológica o semántica, y la tentación de asimilarla puede resultar irrefrenable si es en realidad necesario. Pero ello no tiene por qué producirse, porque no todas las lenguas tienen por qué tener todas las palabras posibles, como antes dijimos, sencillamente porque no es asumible que el acervo cultural de un grupo humano sea infinito, por más que tendamos a ello.
Curiosos ejemplos se nos muestran en algunos trabajos que nos sorprenden, como en el artículo de Bárbara Samaniego “20 palabras que necesitas en tu vida pero que no existen en tu idioma” (en http://www.upsocl.com/comunidad/20-palabras-que-necesitas-en-tu-vida-pero-que-no-existen-en-tu-idioma/, o en el de Andrea Araya Moya “20 inspiradoras palabras sin traducción que describen cómo te sientes” (en http://www.upsocl.com/estilo-de-vida/20-inspiradoras-palabras-sin-traduccion-que-describen-como-te-sientes/).
Son palabras de muchos idiomas, no necesariamente de los más hablados, y que nombran sentimientos, ideas o acciones precisas. Me gusta particularmente ‘cafuné’, del portugués de Brasil, que es “pasar los dedos cariñosamente por el pelo”. Hay algunos sorprendentes, como el japonés ‘irusu’, que es “pretender no estar ahí cuando alguien golpea tu puerta”, o curiosamente exactos, como el escocés ‘turtle’, que es el momento de vacilación al presentar a alguien porque olvidaste su nombre (¿quién no ha tenido un ‘turtle’ alguna vez?). También los hay de los que uno debería avergonzarse, como el alemán ‘schadenfreude’, que es “la alegría de ver fracasar o sufrir a alguien”, o, también del alemán, para compensar, algo tan sociable como ‘utepils’, que es “sentarse fuera en un día soleado para tomar una cerveza”.
De cómo se formaron, seguramente cada uno tenga una historia curiosa. Son semánticamente valiosos, seguramente de etimología simple, e innegablemente propiedad del grupo que los creó. Hablan de cosas sencillas, y dicen sobre todo que proceden de lenguas vivas, porque reflejan aspectos pequeños y discretos de la existencia humana, quizá aquellos que encarnan, sin definirlo, la auténtica humanidad.