Alejandro García, Viento Sur
Las guerras contra el narcotráfico, que asfixian a México y Colombia, afectan poco a Estados Unidos y en el general a un occidente enrocado en el prohibicionismo. Tanto en términos financieros como estratégicos.
Es sabido que el grueso de los 800 millones de dólares que EEUU bombea anualmente, desde la firma del Plan Colombia contra al narcotráfico en 1999, revierte al donante en forma de compra de equipamiento militar, subcontratas a empresas de seguridad norteamericanas y adquisición de defoliantes químicos a la multinacional Monsanto Chemical. Por otra parte los 500 millones anuales destinados a México bajo el marco de la Iniciativa Mérida (acuerdo firmado en 2008 con EEUU para combatir el narcotráfico y el crimen organizado) no se paga en dinero sino en equipo y entrenamiento, proporcionado por el vecino del norte. Omitimos los cientos de millones que ingresan las armerías de Texas y Arizona vendiendo prácticamente la totalidad de las armas que matan a mexicanos (Emeequis “Así llega la muerte”. Nº 238, marzo 2010) y por supuesto el bombeo financiero que llega a Occidente a través de las redes de blanqueo. Pero el impacto es, probablemente, mayor en el ámbito geopolítico. En primer lugar porque bajo el paraguas de la guerra al narco nunca ha sido tan densa la presencia norteamericana como lo es hoy en Colombia (con tres bases militares y docenas de estaciones de control, “inteligencia técnica”, interceptación satelital, etc) o incluso en México, donde media docena de agencias (no solo FBI y DEA) asesoran a los organismos de seguridad mexicanos (Milenio 22/10/2010), históricamente muy celosos de las ingerencias del vecino. Y en segundo lugar porque volcados recursos y energías en sus correosos conflictos internos, tanto México como Colombia (no olvidemos que son los mayores países de habla hispana), se han convertido en literales eunucos geoestratégicos, justo en una época donde en el continente se están ensayando nuevas alineaciones políticas y económicas.
Quizá, ningún escenario sea tan elocuente sobre esta anómala relación como el conurbano que engloba, a uno y otro lado de la frontera, a Ciudad Juárez y El Paso. Mientras que en la ciudad texana, con una renta per cápita de 50.000 $, solo hubo cinco homicidios en el 2010, en Juárez, con renta de 12.000 $ y el doble de población, el año acabó con 3.100 asesinatos, exportándose Ciudad Juarez como el mas conocido escaparate de la deriva que en los últimos cuatro años ha causado en el país 40.000 víctimas, casi la mitad de las registradas en Iraq (Iraq Body Count) para el doble de tiempo.
El disparo de los indicadores de sangre comienza en 2007 cuando F. Calderón, nuevo presidente conservador nombrado tras un contestado recuento electoral, sitúa la “guerra al narco” como prioridad estratégica de su mandato y reconvierte a las Fuerzas Armadas en agentes policíacos desplegados por las ciudades del norte, como garantía de limpieza frente a la corrupta ineficacia de las diferentes policías de la república, infiltradas hasta la médula por la mafia. Con el mismo objetivo que veinte años antes se había ensayado en Colombia: desmantelar los grandes carteles del narcotráfico.
En México los carteles habían surgido en los noventa como pasadores al mercado norteamericano tras el colapso de los grandes conglomerados colombianos (Medellín y Cali) que en su momento integraban la totalidad del proceso, desde la compra de pasta base en el Guaviare hasta la venta al menudeo en Nueva York). El virtual monopolio que acabaron detentando sobre el tráfico fronterizo, convirtió a los carteles mexicanos en empresas integradas, piramidales y totalitarias, con sofisticadas ingenierías financieras, blindados por ejércitos privados y con gran capacidad de corromper el escalafón institucional. Para cientos de miles de personas, integrarse a estas empresas, en cualquiera de las funciones, era una oportunidad de vida que el orden legal les negaba.
La decisión de hacer la guerra a los carteles no se debió solo a la disfunción social que creaban (durante años mantuvieron un discreto perfil, alianzas con las elites político/empresariales locales y derrama monetaria hacia la administración pública) sino a la percepción de que su crecimiento y penetración social los estaba convirtiendo en instancias capaces de competir con el estado en varias esferas: fuente de empleo, protección, mediación social, influencia en las políticas locales y regionales, captación de los cuerpos policíacos y parte del sistema judicial.
Derivadamente esta guerra degeneró, a la par, en conflicto cainita, entre ellos mismos al quedar sin vigencia los acuerdos de reparto territorial y entre las esferas sociales sobre las que influían, que ahora sin protección se encontraban en el campo de batalla. La oleada de mortandad que siguió, en su desnudo espectáculo, comenzó a ser explicada (desde las instituciones y los media) como una guerra interna de carteles, y las víctimas percibidas como “muertos sucios”, malandros del hampa, aun cuando esta explicación no convenciera a la ciudadanía de las áreas afectadas. Efectivamente, en un ensayo reciente el sociólogo F. Escalante (“Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”. Nexos, enero 2011) señala que esta violencia no es homogénea, sino que es especialmente intensa en las regiones donde operan FF AA y fuerzas federales, con una tasa de homicidios muy superior al resto del país. La brecha es enorme. Si se dividen las entidades federativas en dos conjuntos, las que han tenido operativos y las que no, en las primeras la tasa de homicidios durante 2009 fue de 44 por 100 mil habitantes, mientras que en las segundas fue de 10. El caso de Chihuahua es el más elocuente, de una tasa de 14.4 en 2007 se pasó a 108.5 en 2009. Sobre esta ciudad el escritor Ch. Bowden (Murder City: Ciudad Juárez and the Global Economy´s New Killing Fields. Nation Book, New York 2010) ha escrito que las víctimas no son muertos sucios, sino “el resultado del olvido del gobierno por la gente pobre, campesinos y obreros de todos los puntos del país que llegaron al norte por la expulsión de sus lugares de origen a consecuencia del Tratado de Libre Comercio. Una vez en Juárez estos mexicanos fueron explotados en las maquiladoras y, víctimas de la desesperación, intentaron irse a Estados Unidos; pero un muro de cemento o virtual y un cerco de acero los rebotó y cayeron en vicios y en las manos de criminales”.
Mas inquietante es el viaje sin retorno de una gruesa masa de jóvenes al servicio de las organizaciones criminales, como señala el veloz descenso de edad de víctimas y verdugos. Un informe de la SIEDO indicaba, enero 2010, que cientos de miles de jóvenes de entre 14 y 25 años, integrados en 5.000 pandillas, trabajaban para el crimen, siendo los depauperados barrios urbanos una inagotable cantera de masa disponible. El dinero, el poder de las armas y el reconocimiento es una alternativa natural cuando el acceso a una vida normal le está vedado a un joven de barrio. Como señala el reportero de la revista Zetatijuana, Luis Alonso Pérez: “El narco no es una construcción imaginaria, está metido en la vida cotidiana, forma parte de nosotros, es ya nuestra cultura”. Una cultura que amalgama el horror, lo grotesco y lo cursi. Los videos snuff sobre torturas y decapitaciones grabadas, los corridos de narcos, o el gusto por la extravagancia fashion está modelando la ética y estética de una generación de habitantes suburbanos aún en la adolescencia.
Imaginar que esta subcultura de la muerte, metástasis ya en Juárez, Monterrey, Tijuana o Mazatlán, es un fenómeno pasajero no se ajusta a lo que sabemos. Colombia, modelo y laboratorio de este tipo de guerras, aporta datos pesimistas. Con la destrucción del Cartel de Medellín en 1993 (ese año hubo 5.000 homicidios en la ciudad) se pensó que la paz llegaría. En los siguientes diez años se produjeron 40.000 muertos mas en la ciudad (Cardona, M. y otros “Homicidios en Medellín, Colombia, entre 1992 y 2002: actores, móviles y circunstancias”. Cad. Saude Pública, Rio de Janeiro 2005). En 2010 la cifra fue de 1.500. De igual manera que la desaparición del cartel de Cali no pacificó la ciudad, donde en 2010 siguió habiendo 1.600 asesinatos. Mas aún, la geografía del crimen en la Colombia de hoy coincide con los Departamentos productores o corredores hacia el embarque (Arauca, Guaviare, Nariño, Valle y Antioquia). Aunque difícil de cuantificar, desde la destrucción de los grandes carteles colombianos hace veinte años, la violencia ligada al narcotráfico puede que haya acabado con la vida de entre 200 y 300 mil personas.
La experiencia colombiana, además, nos indica que el narcotráfico llega para quedarse. Se queda porque es una fuente de ingresos y el único ascensor social para millones de excluidos en sociedades compartimentadas y autoritarias. Por su capacidad de adaptación al formato social dominante y porque resulta ser un formidable instrumento, por supuesto antidemocrático, para reforzar el verticalismo del poder.
Un ejemplo elocuente arranca en 1985. Tras la firma del mas prometedor acuerdo de paz con las FARC (acuerdos de la Uribe), el establecimiento colombiano consideró excesivo el precio a pagar y acabó optando por la guerra. Con mano de obra disponible para las armas y dinero del narco se crearon, bajo el formato de autodefensas campesinas, verdaderos ejércitos regulares (paramilitares) con el objetivo de acabar con la guerrilla. Los que antes habían sido sicarios se transformaron en combatientes y los restos de los antiguos carteles en Bloques de las AUC (mas o menos institucionalizados) y con organigrama militar. Lo que vino después resultó ser un calco de La Violencia de los años cincuenta. Efectivamente se desplazó a la guerrilla hacia la periferia, pero al coste de una hecatombe humana: 200.000 víctimas civiles (campesinos mayoritariamente) y dos millones de desplazados internos. Paralelamente, al igual que en el episodio anterior, una contra reforma agraria por la vía militar concentró cuatro millones de hectáreas de las mejores tierras colombianas en manos de nuevos grupos empresariales que, transformadas en agroindustria, han convertido a Colombia en principal exportador occidental de aceite de palma. Cuando los jefes de los Bloques paramilitares, verdaderas franquicias de narcotraficantes, asaltaron el poder político en las regiones que dominaban y llenaron el Parlamento con un treinta por ciento de sus protegidos (2002) llegó el momento de la desmovilización paramilitar. Una ley fabricada ad hoc (Ley 975/05) les ofreció ventajas y penas insignificantes si se acogían a ella, cosa que hicieron. Aunque ignoraban que acabarían, después de los servicios prestados, tirados a la papelera, en su caso extraditados a prisiones norteamericanas (por lo menos conservaron la vida, a diferencia de los guerreros civiles que en los cincuenta mataron a nombre de sus partidos políticos).
Ni el final de los carteles en los noventa ni el fin del narco paramilitarismo en 2005 ha afectado esencialmente al monopolio colombiano del cultivo y procesamiento de la coca. Ni al universo de corrupción, simulación y violencia a ello asociado. Una vez mas se ha operado la transformación y ha habido una metamorfosis decostructora hacia una red de redes, de atomización federal, en la que el negocio está marcado por la ley de oferta/demanda y la defensa del micro espacio vital. Ahora no se vislumbran estructuras poderosas, sino un archipiélago de bandas (llamadas emergentes o BACRIM) que se reparten territorios e influencias. Mientras tanto, en Medellín, Cali o Tumaco, miles de jóvenes siguen muriendo en un exterminio codificado, medido y asumible. Igual que antes.
Es probable, pues, que (como siempre) Colombia y (de ahora en adelante) México seguirán pagando ellos solos las externalidades, los daños colaterales del prohibicionismo, paradigma de política corporal que normaliza el control sobre los cuerpos.
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Alejandro García es profesor de Historia en la Universidad de Murcia. Autor, entre otros libros, de Los Crímenes de Estado y su gestión. Dos experiencias postraumáticas y un ensayo sobre la justicia penal internacional (2009), Hijos de la violencia. Campesinos de Colombia sobreviven a golpes de paz (1996) e Historias del Sahara. El mejor y el peor de los mundos (2002)Una mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización