Un galeón español se dirige desde el Perú hacia Castilla por el estrecho de Magallanes. Lleva de vuelta a muchas familias de colonos que deseaban regresar a su tierra, riquezas, indios, criados, etc. En total, más de trescientas personas. Está al mando del almirante don Enrique de Mendoza, pariente cercano del virrey, Marqués de Cañete. Después de pasarse casi un mes luchando con los vientos del este en el estrecho, lo que los retrasa mucho en la estación para viajar a España, los sorprende una tempestad del Atlántico y el barco naufraga frente a las costas de la Patagonia, a la altura del paralelo 48, cerca de Punta Desengaño. En el naufragio fallece el almirante y mucha otra gente de mar y guerra.
El capitán Alonso Quesada toma el mando. Viaja con su mujer y dos hijos pequeños. Su mujer, doña Catalina, es mucho más joven que él, melindrosa y delicada, y tienen dos hijos: uno de pecho y otro de tres años. El lugar donde están es una bahía desolada con poca vegetación y sin casi abastecimientos. Por tanto, los náufragos deciden viajar hacia el norte, en busca del río Negro, donde hay un asentamiento de españoles.
El viaje es muy penoso. Aunque todavía está comenzando el otoño austral, el clima es extremo. Pasan frío y grandes penalidades. La organización, al principio, es grande. El capitán don Alonso manda marchar delante a los soldados, en medio a la gente civil (mujeres, niños, criadas e indios) y detrás a los marineros. Lleva como ayudante y segundo al alférez Lorenzo Martínez. Los patagones los observan desde lejos, pero son pocos y apenas los inquietan. Les causan, eso sí, algunos robos nocturnos de bastimentos y ropa de abrigo. Doña Catalina, por encontrarse floja de salud, pide a su esposo que la lleven en una silla de manos que varios indios se turnan para portear.
El primer contratiempo serio se lo encuentran al atravesar el río Deseado, que baja muy crecido. Fabrican almadías para ello, pero son de mala factura y la corriente impetuosa, por lo que alguna gente muere en el cruce. Al otro lado del río, los patagones son más numerosos y beligerantes. Les hacen varios ataques que los náufragos consiguen repeler. Aún así, tras de ellos va quedando un reguero de cadáveres. Como los ataques vienen siempre de la retaguardia, nadie quiere viajar en aquella posición. En uno de los ataques, los porteadores de la silla de manos de doña Catalina huyen y la dejan tirada. Ella corre para salvar la vida, pero no puede evitar que los indios capturen a su hijo mayor. A partir de entonces, la mujer viste de luto y se aviene a caminar, como todos.
Siguen otras jornadas difíciles. Aunque van hacia el norte, el invierno se les echa encima y cada vez se muestra más riguroso. La ropa que llevan no es abrigosa y pasan mucho frío. Ya no hay orden en la columna de marcha. Muchos hombres no obedecen su capitán don Alonso y se han formado varios grupos de marcha. Parecen un grupo de fugitivos, viendo cada cual por salvar la propia vida.
Cuando se acercan al río Chubut, un cacique patagón les pide auxilio para derrotar a otro cacique rival. Así lo acuerdan a cambio de que los ayude a cruzar el río Chubut. Se quedan allí unas semanas en las que recuperan fuerzas, comen la misma dieta que los patagones y se hacen con algunas de sus ropas. En unas semanas consiguen derrotar a los enemigos del cacique, que les pide que se queden junto a ellos hasta la próxima primavera. Más allá, le dice, hay indios mucho más fieros. Pero los náufragos tienen prisa por alcanzar Río Negro y deciden seguir la marcha.
Al otro lado del río, la aparente unidad que mostraron para combatir contra el enemigo del cacique se rompe de nuevo. Se forman dos grupos que hacen campamentos separados, uno acaudillado por el alférez Martínez y el otro por don Alfonso. Una tarde el primer pelotón de hombres es rodeado por los indios y obligado a desnudarse y a entregarles sus armas y su ropa. Al día siguiente, sucede lo mismo con el pelotón donde viaja don Alfonso: deben entregar las armas y la ropa. Doña Catalina se niega a desnudarse, pero los indios se lo reclaman con ademanes fieros. Entonces ella les pide a sus cuatro criadas que hagan un ruedo a su alrededor, dadas la vuelta, para que nadie la vea desnuda y así marchan durante varias jornadas. Pero así es casi imposible avanzar. Se van retrasando cada vez más y por fin la pudorosa dama dice que no puede seguir. Le pide a su esposo que haga un agujero en la playa donde la entierre hasta la cintura para no mostrar sus vergüenzas. El pecho se lo tapa con un pañuelo que conservaba un soldado herido. Don Afonso y algunos leales se quedan en la playa, junto a doña Catalina, que languidece a ojos vista. Un día en que los pocos hombres hacen una salida para buscar alimentos, al regresar, se encuentran a doña Catalina y a su hijo de pecho muertos. La desesperación rompe a Don Alfonso, que, desnudo como está, se mete en el mar helado y nada hasta perderse en lontananza.
Los demás siguen pasando hartas penalidades hasta que una nao que se dirigía a Buenos Aires y fue desviada por un temporal, avista a los supervivientes en una playa y los recoge.