Se ufana el necio engolado paseando su estólido semblante y su figura de haragán redomado por locales de moda. No tiene educación, y sus modales son pura impostura. Su sesera es un nido vacío donde las neuronas jamás regresarán de unas eternas vacaciones. El infame iletrado me regala una sonrisa sardónica y deja un rácano donativo sobre una pequeña bandeja de plata.
Lo hace al estilo anacrónico de los galanes de los años 40, como si por ello fuera a impregnarse de carisma y atractivo magnetismo. Es tan breve la dimensión de su intelecto que acaso considera el tumulto generado a su paso producto de su persona. Son su billetera y sus contactos lo que busca la manada de lobos que le rodea, buitres carroñeros codiciosos que esperan su deceso para rebañarle las entrañas.
El necio engolado dilapida arrogancia y camina insolente hacia un destino sin escollos, con un rictus perpetuo de estulticia en su faz socarrada por el sol estival. Es tan diminuto el calibre de su cerebro sin estrenar que, cuando avizora en la lontananza el cielo proceloso, sajado por los rayos de una tormenta, acude a su encuentro como una deidad invulnerable, sin más armamento que una sonrisa estulta en su rostro lustroso de tanto mimo y holgazanería. Es tan rectilínea la vereda de su felicidad que cuando la llanura se hunde bajo sus pies no puede levantarse, no sabe hacerlo. Lloriquea indefenso el necio engolado cuando se desploma su castillo de naipes flotante, y maldice entre dientes a un dios injusto e implacable por haberle desterrado de su paraíso de fruslerías y huera vanidad.