Pedro Paricio Aucejo
(Publicado el 15 de julio de 2017 en el diario Las Provincias de Valencia)
La festividad de la Virgen del Carmen es una de las celebraciones religiosas más populares. Con ella se evoca, en miles de poblaciones de todo el mundo, la ancestral piedad ligada al monte Carmelo, el escarpado promontorio de una cadena montañosa situada en Palestina que, en forma de acantilado, se alza –con aureola teofánica– en medio del mar Mediterráneo, cerca del puerto de Haifa. En esa colina, lugar sagrado de reunión para el viejo pueblo elegido por Dios, se estableció en una gruta el profeta Elías (siglo IX a. C.). Allí, en premonitoria visión de María, presenció la aparición de una pequeña nube que, sobre el mar, se expandía rápidamente a lo ancho del cielo y desencadenaba una copiosa lluvia. Fruto de esta contemplación, el profeta instituyó una comunidad de eremitas que veneraban a una virgen aún no nacida y destinada a ser la Madre del Mesías prometido.
El nombre de aquel monte lleva aparejado también el de los Carmelitas, cuyo origen medieval como Orden está íntimamente relacionado con Elías, según lo atestigua la Regla que San Alberto –patriarca de Jerusalén– dio a unos eremitas procedentes de Occidente, a quienes ordenó construir allí una iglesia dedicada a la Virgen. Era la época de las Cruzadas, en la que surgió entre los cristianos el anhelo de una existencia de entrega a Dios en aquella montaña.
Uno de los personajes centrales en la historia de dicha Orden es el religioso inglés San Simón Stock, de quien una antigua tradición afirma que, como gracia particular de la Virgen hacia los carmelitas, recibió de manos de María el Santo Escapulario, junto con la promesa de salvación eterna para quien muriera con él. Este hecho sucedió el 16 de julio de 1251, cuando el Santo –a la sazón Superior General de los Carmelitas– suplicaba a Nuestra Señora protección para la Orden.
Desde entonces, este escapulario del Carmen se convirtió en símbolo de la manera de ser y de vivir de la Orden, que entiende la experiencia de Dios como un camino de perfección espiritual. Con el paso del tiempo y de los abundantes beneficios que –por su intercesión– han sido otorgados a toda la humanidad, se transformó en un signo mariano de devoción universal. Mediante él se pretende manifestar externamente la amorosa dedicación especial a María como madre y modelo de la humanidad, la confianza filial en su protección y el compromiso de imitar su vida de entrega a Dios y al necesitado.
Aquella promesa de salvación eterna, realizada hace más de siete siglos por la Virgen a San Simón –y cuya memoria se vincula a la celebración de la festividad litúrgica de Nuestra Señora del Monte Carmelo–, “no [es] un asunto de poca importancia”, como advirtiera en su día el Papa Pío XII. Es ´el tema´ por excelencia de nuestra vida, la única cosa en verdad necesaria, pues, frente a la imperfección y caducidad de los negocios temporales, el negocio de nuestra salvación es el único cuyas consecuencias son irremediables y eternas.
Si Dios creó el mundo para que la humanidad participara de su divinidad, no es una ficción pensar –con Benedicto XVI– que “la lógica de Dios es la lógica de la historia de la salvación, [de modo que esta] es el motivo de todo”. Si la inicial oposición al designio de Dios acarreó la degradación de la condición humana, la restitución de esta exigió la salvación cumplida en Cristo, que vino a este mundo para revelar el propósito divino de devolver al hombre una dignidad que ningún otro hecho le podía otorgar. La entrega de su propio Hijo para rescate de la humanidad es la mayor prueba del deseo salvífico del Padre y de su infinita misericordia.
Pero, si Dios subordinó todo a la salvación –de modo que cuanto existe en este mundo propicia dicho objetivo–, significa que nuestra existencia en la tierra es una biografía de salvación. Ello supone que la globalidad del cosmos se encuentra afectada por causa del hombre e integrada en el plan previsto por el Señor para concurrir a nuestra redención. De este modo, cualquier acontecimiento que suceda –sea lo que fuere– no solo tiene sentido, sino que es lo mejor que puede acontecer, por muy malo que nos parezca (sufrimiento, enfermedad, catástrofe o muerte). Ahora bien, aunque se trata de una fuerza exógena de naturaleza divina, la salvación apela interiormente a cada hombre en busca de su colaboración. Esta exige una transformación interior de la persona que, al contemplar la grandeza de Dios, le permita entrar en relación íntima con Él.
En este diseño divino, la Virgen desempeñó un papel decisivo: permitir que Dios se hiciera hombre para hacer posible la recuperación del proyecto creador original sobre la humanidad. Por ello, muchas de las gracias que María puede conceder a los hombres –entre las que se encuentran las prometidas a San Simón Stock con la entrega del Santo Escapulario– son fruto de su responsable y total adhesión a la voluntad de Dios y, en consecuencia, de su privilegiada e íntima participación en la historia de la salvación.
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