Consignas en coro escuché por la televisión. Niños antimperialistas exigiéndole a Obama la liberación de los Cinco. Gritos y más gritos. Un pionerito de 5 años agarró una bandera mientras decía que era capaz de morir por la Patria y por la Revolución. Lo vi clarito en mi pantalla, en horario estelar. El odio sacudió el recuerdo más arrugado de aquella mi infancia.
El mismo niño hablaba del amor a Fidel, le llamaba “Comandante Invicto”. Acto seguido pudo combinar perfectamente en una oración las palabras “guerra, lucha, batalla, asesino, muerte, traición, sacrificio, victoria, revolución, enemigos, anticubanos, combate y venceremos…” Su excelente dicción logró colocar cada una de ellas en lo más profundo de mi alma. Me vi ahí, yo era ese pequeño soldadito uniformado de rojo, blanco y pañoleta azul. Me vi a mi mismo cuando tenía su edad y repetía “abajo el imperialismo” como las tablas de multiplicar.
Entre imágenes en blanco y negro de gente muriendo en un tiroteo campal, la voz en off del muchachito contaba los beneficios revolucionarios. Hablaba de que no todos los niños del mundo tienen libros, hablaba de que madres embarazadas fuera de Cuba mueren por no recibir atención médica; y mientras hablaba del hambre en África, imágenes de pequeños raquíticos tirados en el fango aparecían en mi televisor.
Sentí aborrecimiento, furia, ira, rabia, cólera. Mi mente captó el mensaje subliminal y comenzó a producir un sentimiento de repulsión que corría veloz por mis venas.
¿Ese niño sabrá jugar? ¿Tendrá fantasías? ¿Dónde está su inocencia? ¡Yo mismo me respondí!
Me vi ahí. Mi niñez se resumió en esos 7 minutos de adoctrinamiento que pude resistir.