Boxeador profesional con trabajo ajeno al boxeo, así me definía yo y no era una mala definición
Texto: Sergio Torrijos
Ilustraciones: Murillo
Estaba más pendiente de cobrar las facturas a mi cargo que de entrenarme. Ni siquiera tenía un horario de entrenamiento. Cuando tenía un momento me pasaba por el gimnasio e intentaba exprimirme todo lo posible. No tenía grandes pretensiones salvo cobrar la bolsa y pasar un final de mes aceptable. Mi manager había visto la oportunidad y no la dejó escapar.
—Niño, ¡me escuchas niño! —me repetía siempre esas palabras en mitad de un tufo a coñac barato—, es la nuestra, es un mierda, con esta pelea te situarás cerca de un título, es tú gran oportunidad....
—Y la tuya, cacho cabrón… —replicaba con más mala baba de la que me correspondía.
—Eso ya lo sabes, tú peleas y yo me lo bebo todo… —aseguraba el cabrón del manager que más que llevar mi carrera la había paseado por la mitad de las barras de bar de media España.
¡Qué replicar! Él me sacó del pozo, me quitó de las malas compañías y de los peores vicios, me llevó al gimnasio, me hizo ser otro hombre y ahora cuando sonaba mi teléfono siempre era él. Siempre era la última oportunidad, el rival era un mierda y yo el puto campeón del mundo que no había ganado a nadie.
Él mamaba cualquier cosa que tuviera alcohol, yo me partía la cara con cualquiera, a estas alturas me daba igual una hostia o dos. Un palmarés espectacular, veinte victorias, cinco derrotas y dos nulos. Pero nadie hablaba de las derrotas, palizas sórdidas, dolores durante un mes, alguna fractura nasal o incluso una de un metatarso, más dolores y todo por haberme enfrentado con quién no debía cuando no debía. Todo por pagarle un carajillo más o el próximo cubata de garrafón.
Se lo debía y por eso acepté. El rival era un muchacho, definido como la esperanza del boxeo nacional, ni siquiera pude ver un video suyo. Yo vivía de cobrar impagados, acojonando, amenazando o dando alguna hostia, ¿acaso existía alguna diferencia entre darla dentro del ring o fuera?, y no tenía tiempo ni para entrenar ni para visionar a mi rival, ni mucho menos para preparar una estrategia de combate. La mía era sencilla: me pondría delante suyo y a ver quién aguantaba más.
Maxi, mi entrenador, estaba preocupado, me observaba entrenar a deshoras y negaba con la cabeza.
—¡Niño, que pega muy fuerte! —exclamaba cuando mis esquivas eran penosas.
—¡Más cornadas da la vida! —sentenciaba yo para quitármelo de encima.
—Mañana ven a correr todavía tenemos tiempo.
—Imposible jefe, tengo faena.
—¡Qué más faena que está! ¡Te la juegas!
Él sabía a qué jugaba yo, a ganar el dinero suficiente para pagar facturas y no pasar apuros.
Terminaba de hacer guantes, me iba a toda prisa, ni siquiera cogía el metro, me iba corriendo si a quien tenía que visitar estaba cerca. Todo mal, todo mal pensaba yo, pero cómo cambiar mi negra suerte.
Mi vecino, Sebas, me lo decía: cuidado con ese que es un cabrón que pega como si le debieran dinero. Cuidado con la zurda que la clava con el yap. ¡Joder con las advertencias! Pensaba y seguía en lo mío, que era llegar a fin de mes.
Boxeador profesional con trabajo ajeno al boxeo, así me definía yo y no era una mala definición. A veces me imaginaba enfrentándome en Las Vegas a algún cabronazo campeón de verdad, y claro, el sueño terminaba dándome de hostias pero al menos ahí había estado yo, peleando contra el mejor libra por libra. ¡¡Buah!! Sueños baratos de chico de barrio obrero, como decía mi entrenador.
Cinco días antes del combate se presentaron en el gimnasio un par de tipos, de esos que por debajo del traje lucen músculos y tienen el rostro de mala hostia propio de los acostumbrados a partir caras ajenas. Querían hablar conmigo, yo pensé en algún pagador que tuviera otros conocidos que asustarán más que yo. Huir del miedo. Total, el dinero estaría cobrado y embolsado, la hostia ya venía dada por mi porcentaje.
Uno de ellos con aspecto de hijo de perra me indicó con un dedo de la mano que parecía más una sartén que le siguiera. Parecían acostumbrados al gimnasio y cuando saludaron con la cabeza a uno que por allí entrenaba me relajé; no parecían tener aviesas intenciones.
En la puerta del gimnasio un coche, con lunas tintadas y aspecto de costar una pasta. Me abrieron la puerta y descubrí lo que era el lujo. Dentro un gordo fumaba un puro y parecía que estuviera en un casino ilegal por la humareda que había en el habitáculo.
—Pasa, chaval —ordenó sin mirarme siquiera.
Me acoplé cerca de él mientras los dos machacas que me habían ido a buscar se cruzaban de brazos y miraban al infinito, seguramente en busca de alguien a quien hostiar.
—¿Sabes quién soy? —preguntó sin todavía mirarme. Negué con la cabeza.
—Soy el tipo que te va a hacer ganar dinero —aseguró—. Me llaman el Felisuco y necesito que me hagas un favor.
—Si está en mi mano...
—En ella está.
—¿Cuál es el favor?
—Necesito que te dejes ganar.
—Lo intentaré pero no le puedo asegurar nada.
Un silencio enorme, sólo su respiración e incluso el crepitar de su habano, que parecía cobrar vida propia.
—No me gusta amenazar, ni tampoco tirar por la calle de en medio, tu manager me debe mucho dinero y si no me lo compensa así me lo cobraré de otra manera. En el tercer asalto estaría bien.
Hizo un gesto displicente, bajando la ventanilla y al instante mi puerta se abrió.
—Pregunta sobre mí por ahí —advirtió sin mirarme.
Continuará...