Manoel de Oliveira en una de sus últimas declaraciones afirmaba que lo más complicado es “alcanzar la sencillez”. Los hermanos Dardenne han conseguido lo que los verdaderos cineastas intentar durante toda su carrera, instalar su última película en la más pura y delicada sencillez. Un trabajo, en apariencia, muy simple que empieza sin preámbulos ni títulos de crédito y engancha desde la primera imagen o, mejor dicho, desde el fundido en negro inicial. Los directores belgas no engañan, desde el principio sabemos que su historia, escrita durante todo un año, no será de color rosa.
Retomando su tema predilecto, las relaciones familiares, analiza uno de los estados más difíciles de asumir por un ser humano: la ausencia de un ser querido. Un vacío imposible de llenar, sobre todo cuando se desconoce el motivo o la explicación de esta desaparición. Una ausencia que impide avanzar, construir o, incluso, crecer, como en el caso del protagonista de la película, este adolescente de 12 años, Thomas Doret en su primer papel.
El niño de la bicicleta del título, no materializado en un nombre concreto dado que el cine de los hermanos Dardenne aspira a una visión general, no puede concebir que su padre no le llame o pase a verle al centro de acogida donde vive desde hace unos meses. Es imposible que se haya mudado sin decirle nada y mucho menos que haya vendido su bicicleta. Este niño hará cualquier cosa por encontrar a su padre. 
La película no juzga a los personajes, presenta sus acciones como una radiografía y deja el sumo placer a los espectadores de completar la historia. Por eso el cine de Jean-Pierre y Luc Dardenne hipnotiza tanto al público. Cada una de sus películas es un trabajo común que se finaliza en la mente de cada asistente a la proyección.

