Aquella canción de Joaquín Sabina, en la que se hace una lista de cosas que uno no quiere, seguía emocionándolo cada vez que la escuchaba. Había escrito en su cabeza miles de listas parecidas. Siempre intentando sacarse espinas que el tiempo le clavó, no ya en el corazón ni nada de eso (que está muy visto) sino en la propia planta del pie, impidiéndole caminar con facilidad y obligándolo a cojear y a arrimarse a las paredes.
No quería oír de nuevo aquello de “no eres tú soy yo”, ni que le dijesen lo estupendo que era, ni lo buena que está la comida que hacía. Tampoco quería despertarse con los pies fríos, en la cama casi sin deshacer. No quería que lo despidiesen antes de que lo contratasen, ni leer las novelas empezando por el prólogo, ni saltarse páginas buscando a la heroína antes de tiempo. No quería viajar solo; ni cerveza sin tapa, ni pincho sin vino, ni quería repetir en esas listas la de aquella canción que sonaba mejor, y estaba medida en endecasílabos, y él ya no se acordaba de la métrica o la olvidó adrede.
Y cada día se encontraba con cosas que no quería, y tampoco quería mirar a otro lado para hacerse a la idea de que no existían, o que no hubieran pasado. No quería oír el despertador, ni que el agua de la ducha saliera floja y fría. No quería pisar ni que lo pisaran. Ni viajar si no lo esperaban en el aeropuerto, ni irse si alguien no lo despedía, ni volver si no lo recibían. No quería llamar y hablar con el contestador, ni mandar mensajes si cuando sonara el soniquete sabía que el receptor iba a poner cara de agobio o de molestia. Pero tampoco quería permanecer en silencio, porque al fin y al cabo, sí que quería que lo echaran de menos, que no se olvidaran de él y que le dijeran qué buena estaba su comida.
Lo más que quería, con canción o sin ella, no era más que saber que alguien lo quisiera.