Revista Viajes

El no viaje de la intuición

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Esto no tiene porqué saberlo nadie, pero ese día de diciembre -hace un año- cuando compré mi boleto a Madrid, lloré. Lloré desde adentro y con brevedad. Estaba terminando el 2016 y el año que venía se adivinaba difícil y quizá por eso las decisiones debían tomarse con astucia, con algo de ingenuidad, con desafío. Para esa fecha, cuando compré el boleto a Madrid, el libro que me empeñé en publicar ya estaba escrito. Le faltaba, eso sí, corregirlo, diseñarlo, corregirlo otra vez. Darle vida, hacerlo posible. No tenía dinero para las dos cosas: o compraba el boleto o continuaba el proyecto, pero como el instinto se rige por sí solo, decidí seguir con las dos cosas. Entonces, entendí que mi llanto fue de incertidumbre, nunca de tristeza. Empecé el 2017 con el dinero invertido, con ganas locas de trabajar, de rodearme de gente que tuviera las mismas ganas. Le tranqué la puerta a los negativos, a los quejosos, a los que se lamentan.

Llegué a Madrid tres meses después con 87 euros, un carry on, nada de prisa y después de haber estado unos necesarios cuatro días haciendo escala en Miami. Este viaje que poco a poco se fue convirtiendo en el no viaje, me hizo volver al abrazo, a las conversaciones de madrugada. Rescaté retazos de mi cotidianidad con mis amigos que están lejos: ir a escuchar música, hablar mucho, comer algo, ver películas y hacer cotufas en casa, cocinar, cantar karaoke, hacer una parrilla, dormir a deshoras, no hacer nada. Uno viaja, a veces, para detenerse en los afectos.

El no viaje es ese transitar por otro país que no es el tuyo, sin ver nada en específico, pero absorbiendo todo a tu alrededor, más para ti que para contárselo a otro. Estaba concentrada en leer y escribir, en que me pagaran lo escrito para seguir en la ruta, para traer algo de vuelta a casa. En este no viaje, los días comenzaban tarde, no me moví tanto como se espera y trabajé mucho. Pero aún así, llegué hasta Barcelona por primera vez y en esos días de frío, cielo azul y fiebre, conocí a una ciudad hermosa que aún hoy me he sentido incapaz de contar.

Conocí a Barcelona en primavera y la vi a distintas alturas. Probé su cerveza, me perdí en sus sabores, abracé a quienes me abrazaron, caminé mucho por sus calles y me contaron su historia de distintas maneras. Entendí que de otra vida ya amaba a Gaudí y confirmé que nunca sé dónde está el norte ni el sur y que a cada ciudad donde vaya requiero de El Ávila, mi montaña, para que me guíe. Tomé muchas fotos y me inventé que eran postales y se las contaba a otros que no estaban conmigo. Cuando me fui de la ciudad, logré hilvanar este texto y dejé a Barcelona reposando en mi libreta por un tiempo más.

Cuando comenzaron las protestas en mi país y el dolor y la rabia nos alcanzó a todos los venezolanos, yo estaba en Francia. Había llegado a Montpellier desde Barcelona y pude, por fin, quitarme la bufanda, la chaqueta y sentir un poco de calor. Había un medio plan: ir a Marsella dos días y volver; vender arepas y según lo ganado, decidir si seguía a Italia como tanto me hubiera gustado. Las arepas se vendieron, todas. A Marsella fui y a pesar de sus dos días lluviosos, encontré en su paisaje nublado mucha tranquilidad y la certeza de que no tenía que seguir el viaje, que debía devolverme a Madrid, quién sabe porqué, trabajar y concentrarme. La decisión de no ir a Italia, lejos de entristecerme, me llenó de calma y por esos días en Montpellier entendí cómo era eso de viajar por dentro. El instinto, otra vez, había decidido por mí.

Ocho días después estaba sentada en un autobús que en seis horas me llevó a Barcelona, allí esperé tres y me acompañó una buena charla, y luego, otro bus me dejó seis horas más tarde en el amanecer de Madrid. Esa noche no dormí. Tuve wifi durante toda la travesía y solo supe de protestas en Venezuela, de las muertes de ese día, del llanto, de las banderas rotas, del olor a gas. Sí, yo tenía que volver a Madrid porque me iba a sentir más cerca de casa.

Madrid se convirtió en refugio durante un mes en el que yo no hice más que rodearme de afecto para poder volver con fuerza. Allí, escribí estos delirios, me permití llorar y reír con la misma fuerza. Mientras el no viaje sucedía, aquí en casa -desde donde escribo ahora- pasaban por caídas, una amputación, por la incertidumbre. Yo tenía que volver, sí, pero todavía no era el momento. Lloré mucho cuando me despedí en Madrid y llegué a Miami con emoción y risa para quedarme diez días más. También lloré cuando me fui de allí, pero no lo dije, quizá no se me notó. Llegué a Venezuela a finales de mayo, un domingo en el que las calles estaban cerradas por protestas. Aún así, aterricé en casa con amor y fortaleza.

No viajé durante los cinco meses que siguieron. Me dediqué a cuidar a mi gente, a buscar medicinas, a aprender a colocar tratamiento intravenoso, a protestar, a buscar luz dentro de lo oscuro, a seguir adelante con el libro a pesar de lo incierto, a trabajar, a escuchar música bajito, a drenar el llanto en el sofá, en las noches largas. Fueron meses de paciencia, de amor, de dolor, de soltar, de pasar horas frente a la computadora hilando ideas, de insistir. Sobre todo eso, de insistir.

Cuando llegó octubre, también lo hicieron dos viajes en forma de respiro. Ya las protestas habían cesado, pero solo en apariencia. Venezuela es una incertidumbre diaria. La cosa es que me propusieron ir a dos ciudades a buscar historias y contarlas bien. Viajé a Maracaibo y Valencia con un equipo maravilloso y lo que fuimos a hacer aún no lo puedo contar, porque es de las primeras cosas que verá luz en el 2018 y hay que guardar la emoción para ese instante. Lo cierto es que mientras más congestionado se ponía todo, más tercos me iba consiguiendo en el camino y entonces, agradecer comenzó a ser una constante. Había que seguir.

Pude haberme detenido en cualquier momento. Pero noviembre llegó con la emoción de enviar a imprenta el primer día de ese mes, el libro que nunca dudé en hacer. Mapa reverso [retazos de viaje] saltó con todos sus colores e historias guardadas, para darle un giro a mis días. Desde ese mes, el libro comenzó a viajar por su cuenta y yo me siento aquí a recibir las postales que me envía de otros lados del mundo, incluso muchos que no conozco. Volví a caminar a Caracas, a buscar pretextos para un café. Me empeñé en caminar mirando hacia arriba y los árboles se me convirtieron en grandes obras de arte citadinas, comencé a ver los colores más intensos y me siento agradecida por ver, por respirar, por distinguirlos, por poder contarlo. También volví al mar, a llenarme de Caribe, a tomar siestas largas y llenarme de arena, a mojar los pies en un río.

Y entonces, aquí estamos: haciendo balance, que es lo que nos provoca diciembre bajo toda circunstancia. Háganse caso (que es lo mismo que seguir el instinto), no se quejen tanto, construyan, abran caminos. De no haber hecho ese no viaje a Europa, no habría conseguido el dinero necesario para pagar tantos tratamientos y publicar el libro. Dicen que las decisiones, cuando más miedo nos dan y nos provocan el llanto, es cuando más certeras son. Fue un año difícil, sí. Pero al final de esta jornada agotadora solo me queda agradecer porque insistir también es una forma de ganar. Y si insistimos, ganamos todas las batallas.


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