Jamás me arrepentí de mi decisión pues aprendí de mi maestro muchas cosas sabias, buenas y verdaderas. Cuando al fin nos separamos, me regalo sus anteojos. “Yo era joven” dijo, pero algún día me serian útiles. Y, de hecho, ahora los llevo sobre mi nariz mientras escribo estas líneas, después me dio un fuerte abrazo, como un padre, y se despidió de mi. Nunca mas volví a verle y no se lo que fue de él, pero ruego siempre a dios que haya acogido a su alma y le haya perdonado las pequeñas vanidades que su orgullo intelectual le levo a cometer. Sin embargo, ahora que soy un hombre muy viejo, debo confesar que de todos los rostros del pasado que se me aparecen, aquel que veo con mas claridad es el de la muchacha con la que nunca he dejado de soñar a lo largo de todos estos años. Ella fue el único amor terrenal de mi vida…aunque jamás supe, ni sabré, su nombre.
Adso de Melk. El nombre de la Rosa (1980), Umberto Eco.