Desde que el mundo es mundo siempre el ser humano ha tenido la necesidad de ponerle nombre a las cosas con las que se va encontrando por ahí. Generalmente se trata de una etiqueta para aclararse un poco porque imagina intentar hacer ver al resto de la tribu que viene un Dientes de Sable con más hambre que un ratón de herrería. Sería como jugar al Gestos o al Pictionary mientras lo describes y el resto lo adivina, el bicho ha llegado y se ha zampado a cinco o seis. ¿Verdad?.
Lo de ponerle un nombre a algo casi nunca es inocente porque ya que nos ponemos a etiquetar algo lo hacemos como nos interesa, intentando provocar en el que lo oye una emoción que nos sea útil. Si llamamos a alguien Pedrito seguro que no nos imaginamos a un buen mozo de dos metros de alto y los brazos de un escolari, lo imaginamos como alguien pequeñito y tierno. Pero la cosa cambia si es Don Pedro, así, más grande y solemne. ¿Qué le vamos a hacer? Nuestro cerebro está acostumbrado a jugar a las imágenes, es inevitable, seguro que te impone más oir a Iván “El terrible” que a José I Bonaparte, alias “Pepe Botella”, en el primer caso dan ganas de correr a “postrarse en dos” y en el segundo, de levantase contra el francés, cosas que pasan. Esa manía de nuestro cerebro puede resultar muy útil según para qué. Depende de como le llamemos a las cosas se crea un ambientillo u otro en el que lo oye y eso puede que esté afectándonos un poquitín en estos días tan rarejos que vivimos.
Me explico. Seguro que sabes que soy de Valencia. Pues bueno, aquí desde siempre, de vez en cuando nos llueve polvo sahariano mezclado con agua – en mi caso justo después de lavar el coche, es un axioma irrefutable- Cuando eso ocurre siempre se repite la misma historia, unas maldiciones y una sesión de escoba y fregona y hasta la próxima. Nunca ha ocurrido nada más, no nos ha importado demasiado. Pero últimamente la cosa cambia. Por la tele se pasan un par de días antes avisándote que nos va a caer una “lluvia de sangre” pues, oye, como es normal eso te pone las orejas de punta, no es lo mismo, ni duermes pensando en la que nos va a caer. Y así últimamente con todo, a las olas de frío de estos meses antes les llamábamos invierno y nos quedábamos tan panchos, a los prevaricadores, sinvergüenzas … Era todo más fácil que ahora que nunca llamamos a las cosas por su nombre sino más bien por otro que cree un mayor desasosiego, es como si nos quisiesen tener distraídos, asustados pensando en si vendrá otra vez Filomena o si Gloria volverá a llevarse el paseo marítimo. Por lo que sea han conseguido que todo lo que ocurre a nuestro alrededor acabe teñido con halo de apocalipsis irrepetible, todo es específico individualizado, irrepetible. Todo está sumergido en ese ambiente de desastre de las películas de catástrofes de serie B del domingo por la tarde. Igual es que al que pone el nombre a las cosas se le ha ocurrido mantenernos en un estado en el que todos nos sentimos desamparados como el náufrago que ha sobrevivido al hundimiento o como el que ha sobrevivido al holocausto nuclear.
¿Qué pretenderán con ello? Igual que no miremos más allá de la próxima nevada y no veamos que están ocurriendo muchas cosas a nuestro alrededor además de la pandemia que todo lo invade.