Observo que existen varias formas de escribir. Una podría ser aquella en la que el escritor recibe una inspiración que le procura un comienzo estupendo, o una idea de partida genial, y que se lanza a ella atolondradamente dando lugar a una obrita que podría haber sido algo estupendo. Un "pero si lo teníamos todo" que sólo sacia a los lectores menos exigentes —que son la mayoría.
Por otro lado tenemos esos libros que están llenos de conjuros huecos. Invocaciones vacías. Sucesiones interminables de más y más páginas repletas de sonidos, de ecos, de ideas, de brillos y reflejos, de palabras bonitas. Son esos que saben que disponen de un material a su alcance (el lenguaje) con el que podrían tejer magníficas obras literarias. Saben también qué buscan los lectores hambrientos de palabras que les lean por dentro: y les engañan, poniendo ante sus ojos libros que parecen ser aquello que están buscando. Pero nadie sabe de verdad qué contienen esos libros, porque ni el autor mismo sabe en realidad qué ha escrito. Y tampoco le importa, porque ha elaborado un discurso convincente con palabras llamativas, y vende mucho, y también satisface a esos lectores superficiales —que también son la mayoría.
Finalmente tendríamos la Literatura, la de verdad. Aquella que habita entre las páginas de los libros que no gustan a la mayoría, son más difíciles de leer, exigen de toda nuestra concentración. Las palabras que los conforman están escogidas con cuidado de geisha, con habilidad de prestidigitador, con paciencia de jardinero, con cariño de madre. Son los únicos libros que nutren a los lectores más exigentes —que son menos pero por suerte existen.
"El nombre en la punta de la lengua" pertenece a esta tercera categoría y creo que es uno de los mejores libros que he leído en todo este año. Bien dice Pascal Quignard que "no sabemos qué sorpresas nos deparará el pasado". Este minúsculo tratado revela los motivos de los silencios de Quignard —para quien sepa descifrarlos.
Quignard se sumió en dos largos silencios durante su infancia. Hay una imagen recurrente que explica la perplejidad que le indujo al mutismo, o la incapacidad de tomar otra resolución que la de estar callado. Esa imagen es la de su madre deviniendo en personaje mitológico —fascinante y aterrador, imponiendo el silencio alrededor, concentrada y mutada de sí misma para conseguir atrapar ese nombre que bailaba travieso en la punta de su lengua.
"El nombre en la punta de la lengua" es un libro que hay que subrayar con tinta dorada.
Tenemos dos bloques principales. Tras una advertencia (que no introducción) de Pascal Quignard, encontramos un relato exquisito que procede de los antepasados normandos del autor. Es la historia de la bordadora Colbrune, y de la maldición en la que se sumió mientras se afanaba por conseguir el amor del sastre Björn —haciendo trampas.
Todos deberíamos tatuarnos ese nombre...
Un poco más adelante, y ya por completo bajo el influjo de la fascinación, nos encontramos con el "Pequeño tratado sobre Medusa", donde Quignard recrea el viejo mito y establece la relación del mismo con su propia vida.
"Cuando escribo una novela me siento como un ciervo que se aleja y busca la paz en el corazón del bosque". Quignard, escribe por placer poemas en latín.
Comenzó a leer profesionalmente para la editorial Gallimard en 1969 y se convirtió en secretario general de la editorial en 1990. Al mismo tiempo, compaginaba su labor en el mundo de las letras con la música: consejero del Centro de Música Barroca, presidente del Concierto de las Naciones presidido por Jordi Savall, y fundador, junto a François Miterrand del Festival de Ópera y Teatro Barrocos del palacio de Versalles.
Tal y como podemos leer en las solapas de este libro: "En 1992 dejo la prensa y los jurados literarios. En 1993 dimito de la presidencia del Concierto de las Naciones. A finales de 1994 disuelvo el Festival de Ópera Barroca de Versalles y a últimos de abril dimito de las Ediciones Gallimard."
Desde 1994 Pascal Quignard sólo escribe, y lee. Tiene ahora 67 años.
Según ha declarado en entrevistas: "Hace 13 años que dejé la seguridad de un trabajo y corté con el mundo editorial. Los primeros meses, el primer año, es extraño: no tienes citas, comidas, cenas, entrevistas organizadas. Nadie te llama. Hay una cierta forma de venganza, que es lógica, porque si tú has querido alejarte, los demás sienten eso con cierta agresividad. La sociedad tiende a comportarse de manera mafiosa". La negrita es mía: es algo que he comprobado.
"Creo que una de las cosas más tristes, más siniestras que le pueden ocurrir a uno es tener que simular alegría y felicidad todo el tiempo, como esas personas que viven de salir en la pequeña pantalla: me suicidaría si tuviese como oficio el ser feliz por obligación. ¡Qué suplicio!
Pascal Quignard, un tanto tenebroso