Revista Espiritualidad
El nombre de nacimiento, el nombre por el que nos nombran, el nombre por el que querríamos que nos llamaran... o el recibido en la ordenación que suele resultar tan justo por unas razones u otras...
Existe un proverbio latino que recoge siglos de coincidencias y sincronías, de casualidades no tan casuales y curiosidades lingüísticas: nomem est omen, el nombre es el destino. En efecto, nombres propios, gentilicios o patronímicos señalan, la más de las veces, y a los seres humanos, los derroteros por los que viajarán sus vidas, oficios y hábitos. Así, por ejemplo, es frecuente hallar en los Glasser alemanes, y porque glass alude al cristal, vidrieros y fabricantes de ventanas, o en los Spina italianos pescadores de varias generaciones. Sastres en los sastres españoles y bibliotecarios en los Safrán judíos. Alejandro, del griego alxí, proteger, cuidar, y ándros, hombre, Alejandro el hijo de Filipo de Macedonia y el conquistador más famoso de la Antigüedad, fue, en efecto, un protector de sus soldados, un guía a la vez que un vencedor de seres humanos, para no hablar de Napoleón, cuyo origen onomástico habría que ligar a nea polis, ciudad nueva, fundador de poblados y villas que encarnaban los ideales libertarios y democráticos del siglo XVIII. Durante siglos nombres y oficios se correspondieron, durante épocas enteras los nombres propios significaron mucho más que meros adornos fonéticos.
Pues nombrar no es, creen los especialistas, una mera imposición silábica sobre los seres y las cosas, sino también señalarles un lugar en el orden del mundo, que si bien no es del todo verbal tampoco escapa a las redes del lenguaje y la taxonomía. Somos nuestros nombres en la misma medida en que tenemos un ADN particular cada uno, lo que no impide que podamos cambiarlos en un momento u otro de nuestras biografías, como los cambian los Papas y los artistas de cine. Los chinos, tan dados a las imágenes y a las definiciones espaciales, dicen que ming, el nombre, procede de los ideogramas para crepúsculo y boca, justamente porque cuando la oscuridad se ciñe sobre una persona y puede ser confundida con otra, anunciarse a sí mismo aclara a los demás quién se acerca a ellos.
Al mismo tiempo, y al igual que los indios norteamericanos, los chinos creían que el mejor nombre que podía darse a un hijo era el sincrónico: Nieve de Primavera, Flor de Ciruelo, Peonía Clara, pues emergiendo en un tiempo dado, cada criatura traía consigo el espíritu del clima y momento en el que aparecía.
Nosotros, en cambio, y tal vez por influencia bíblica y griega, hemos preferido honrar a los antepasados conservando sus nombres entre sus descendientes revelando así una mayor sensibilidad por la Historia y el Tiempo que por la Naturaleza y la atmósfera circundante.
La onomástica o ciencia de los nombres no es ni puede ser una ciencia exacta, ya que no todos los Alejandros ni todas las Marías son iguales, mientras que dos cifras o dos moléculas de carbono si lo son. Podemos, pues, estudiarlos a la luz de sus etimologías o procedencias y verlos desplegarse en biografías famosas para ver si se cumple o no esa virtud determinista que anunciamos más arriba. Charriére, un famoso ladrón y criminal francés que protagonizó una fantástica fuga de una cárcel de la Guayana, conocido entre sus amigos por el sobrenombre de Papillon, mariposa, tenía tatuado en el cuello un insecto alado de esa clase y sufrió, hacia el final de su vida, famoso y millonario, una traqueotomía llamada precisamente y en lenguaje técnico, el ´´corte mariposa´´.
Casual o no, el poder del nombre con el que había sido rebautizado fue decisivo en el último tercio de su vida.
Aún hoy, entre los pueblos a los que llamamos-no siempre con razón-primitivos, el nombre es una deidad y encarna el espíritu mismo de un ser o de una cosa. El hebreo bíblico llama neshamá al alma y en el interior de esa palabra hallamos el concepto de shem, nombre, de donde es cierto que alma y nombre, nombre y alma parecen relacionados de modo profundo y substancial. Por la misma razón revelar el nombre propio-y de esto los griegos sabían mucho-era peligroso pues exponía a su portador a recibir algún daño o sortilegio por parte de una boca a la que no le cayera en gracia.>>>
Entre los anglosajones e incluso entre los franceses es un gran signo de confianza permitirle al interlocutor que emplee nuestro nombre de pila. Deberíamos ver en ese gesto, en esa costumbre, el origen y uso del hipocorístico, más conocido por sobrenombre o nickname, como se dice en inglés, generalmente construido por abreviación del nombre propio y el cual responde tanto al cariño con que nos tratan nuestros seres más cercanos como al deseo de no ´´gastar´´ nuestra verdadera identidad nominal.
Llamar a una Dolores Loles, Lola, Loly o Mariló ¿sería, de ese modo, abreviarle, al no pronunciarlos, dolores innecesarios? No lo sabemos, pero España entera está llena de Titas que son, en realidad, Martas, o de Pilares que todo el mundo conoce por Piluca, Pili, Pilarín o Arín.
En Sudamérica, muy dada a los hipocorísticos, viene a sumarse el gusto por los diminutivos que sus portadores-los Pablitos y Susanitas-reclaman se dejen de lado cuando llegan a la adolescencia y lo único que desean es desprenderse del niño. En Estados Unidos la y griega final vuelve más entrañables a las Mary, los Ricky y los Henry, como si hubiera un nombre de uso corriente y otro reservado para mejores ocasiones, y al más tierno fuera preciso achicarlo para que cupiera mejor en la complicidad del afecto.
La Biblia sostiene que habiendo formado, el Creador, de la tierra, a todos los animales del campo y a todas las aves del cielo, los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, aceptado finalmente que fuera Adán quien nombrara la realidad plural del mundo. Seguidamente, y para que el hombre no cayera en la omnipotencia, le asignó a Eva la tarea de nombrarlo a él, pues pareciera, según ese mito, que sin ayuda femenina al hombre le faltaran palabras, verbos y adjetivos, o bien no acertara a definir sus propios sentimientos.
Tener un nombre, habitar sus sílabas nos humaniza, pues en cierto modo es verdad que las entidades del universo no existen hasta que no son nombradas. En ese sentido el nombre común representa la conquista de la abstracción en una cultura determinada, revelando nuestra capacidad para distinguir clases de géneros, animales de plantas, objetos de sujetos, en tanto que el nombre propio es el mejor rótulo de identificación social al que puede accederse a la vez que el custodio fonético que nuestros padres nos ofrecen el día de nuestro nacimiento o aún antes, pues no suelen ser pocas las madres que tienen tres o cuatro nombres preparados y se deciden a último momento por uno, como si tuvieran que ver al portador de su elección para confirmar algo que aún hoy sigue siendo un misterio.
Una vez al año, en Israel, cuando se conmemora el Día del Holocausto en recuerdo de las víctimas del nazismo, la gente pasea por la calle llevando un distintivo que dice, en hebreo e inglés:´´Tengo un nombre´´ Es decir: no soy un mero número tatuado en el antebrazo, no soy una cifra despreciable, e incluso preso es preferible que me llamen por mi nombre a que me digan, como reza tanta literatura de folletín y tanta novela negra, el quince, el veintidós o la treinta en función de la celda que se ocupe.
A diferencia del número, que puede servir para cuantificar cualquiera cosa-un peral, un árbol, un niño- y que, por eso, constituye el astro de las estadísticas, los nombres se resisten a ellas, son tiernos, están vivos como panes y guardan nuestra memoria más allá de los límites de nuestra existencia individual.
A la frase de Shakespeare: ´´¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa con cualquier otro nombre tendría el mismo perfume.´´ ( Romeo y Julieta, II,2, 23 ) habría que completarla diciendo que ese aserto es verdadero para la rosa, pero no para los distintos nombres basados en esa flor con que son llamadas las mujeres en las diversas partes del mundo. En efecto, no es lo mismo el Rose inglés que el Gul turco, el Ródon griego que el Shoshana hebreo. Al respecto es notable constatar que en casi todas las culturas las flores sirven para nombrar a las mujeres y los animales a los hombres: así el León o el Toro, o incluso el Aguila han servido para llamar a los guerreros o simplemente a quienes le tocará ser valientes y demostrar coraje, mientras que Lila o Azucena, Margarita o Jazmín evocan la frescura, elegancia y delicadeza del género femenino.
La distinción entre el nombre propio y el nombre común es la siguiente: el común corresponde a las especies, el propio a los individuos. Hay vasos, mesas, relojes y plantas, pero en cuando evocamos su origen o su ´´marca´´ se individualizan y pasan a constituirse en nombres propios.
Sin embargo, hay reversibilidad entre el nombre común y el propio. Toynbee, y más tarde los historiadores franceses- Bloch, Duby-, descubrieron que no sólo hubo un Renacimiento en la cultura, el de Italia, sino varios y anteriores a él, por lo que un nombre propio se convirtió en común. La lista de reyes franceses que llevaron el nombre de Louis obligó a definirlos por su número en la sucesión, y eso, que ya había ocurrido antes en la Historia, revela precisamente hasta qué punto el número es bueno para la cantidad pero no para la cualidad, pues mientras la primera intenta proceder, fomentando la continuidad, por adición-como la riqueza-, la segunda procede por substracción-, demarcando lo unívoco, lo intransferible.
Traído a un plano más sencillo eso equivale a decir que los nombres no sólo nos definen sino también que nos diferencian e individualizan al extremo.
Existen pueblos como los aborígenes australianos, por ejemplo, que creen que uno debería tener tantos nombres en la vida como edades atraviesa, o mejor dicho que cada suceso importante que nos acaece merecería una nueva nominación. Así, por ejemplo, Moisés, cuya dudosa etimología la Biblia da por ´´salvado de las aguas´´, y si hubiese sido australiano, también habría tenido derecho a llamarse el Separador de Aguas, Legislador o bien Rostro Transfigurado.
Esta libertad en el nombrar es característica de pueblos que viven rodeados de escasos objetos, generalmente nómades, transhumantes, pueblos que, a diferencia de nosotros los occidentales, apabullados por los miles de bibelots de nuestra civilización, sumidos como estamos en la enmarañada red de números telefónicos, tarjetas de créditos, grupos sanguíneos y licencias fiscales, juegan a nombrarse como les apetece según se tuerza o enderece su destino, mientras que nosotros hallamos bastante difïcil cambiar nuestro nombre a voluntad, ya que eso desconcertaría en primer lugar a la policía, luego al banco y así sucesivamente.
Se nos permite, eso sí, y desde hace relativamente poco, mientras decae la onomástica del Santoral, asumir nombres extranjeros al español, extraídos de los héroes y heroínas del cine como alguna vez lo fueron de la mitología grecolatina o, en España, del acervo íbero, celta o vasco. Por esa razón estamos rodeados de Kevin y de Bárbaras, de Samanthas y de Harrisons, y el Registro Civil no puede contener la marea de nuevos nombres que revelan una libertad tan inédita como superficial.
Puede que, por fuera, el nombre responda a la moda. El Nuevo Mundo se llenó de Hernanes y de Franciscos gracias a la gloria, campañas e influencia de Cortés y de Pizarro, pero desde entonces han pasado quinientos años y hoy los descendientes de los quechuas y aymarás en Perú y Bolivia, tras su paso por un mestizaje relativamente reciente vuelven a sus orígenes, a sus Manco y Tupac, en un retorno que confirma, precisamente, una de las leyes internas que mueven a los nombres propios: dar continuidad a los ancestros, permitir que el pasado vuelva vivir. Honrar a la tribu a la que se pertenece. Y lo mismo ocurre en el país vasco con sus Jorges reconvertidos en Gorka, sus Mateos que vuelven a ser Matai, sus Onsalu que reemplazan al castellano Gonzalo.
En ello hay que ver un giro en el talante colectivo de toda una cultura antes que la voluntad individual de conferirle a un hijo o una hija un significado profundo a través del nombre. Cuando, llegado el caso, el poseedor de uno de esos nombres quiera ahondar en sus raíces tendrá, necesariamente, que remover etimologías hasta llegar a lo que la onomástica denomina el significado profundo. Por ejemplo: Jorge hallará al griego giorgios, el agricultor. Filomena sabrá que en su cuna verbal existía la intención de un buen canto, y que, incluso el ruiseñor llevó, en el Siglo de Oro español, ese nombre. Hay una especie de alegría diminuta, íntima en este rastrear los orígenes de nuestro propio nombre, tanto si nos gusta como si no, quizás porque, bien mirado, solemos hallar en él algo que acontece todos los días en nuestro entorno, en la manifestación de nuestro carácter o talento, como aquel Lucio Vigía Colina que acabó de farero y una noche se dio cuenta de que estaba trabajando según lo esbozaban las líneas programadas por su nombre.
Desde luego no siempre ocurre así, pero si existen leyes de armonización de nuestro destino, posibilidades de corrección o enmienda, es seguro que los nombres por los que somos conocidos no son ajenos a ello, y que podemos buscar y buscar hasta dar con uno que se adapte mejor a nuestra voluntad de cambio o mejora determinando de ese modo un giro de la fortuna. De nosotros dependerá, eventualmente, más allá de nuestras obligaciones sociales que exijan una documentación fiable y neta, que nos llamen no ya con el nombre que nos han dado nuestros padres sino con el que nosotros mismos hemos decidido conferirnos.
Tanto la India como el Israel clásico han tenido preferencia por los nombres llamados teóforos, portadores de Dios, que se conferían después de algún tipo de iniciación o bien se adquirían por voluntad propia cuando se llegaba a incorporar a la propia vida un mayor grado de conciencia. Otros pueblos prefieren nombrarse a sí mismos con partes de la naturaleza, otros con virtudes y unos más según sea su apariencia física al nacer. En cualquier caso, está claro que en cada nombre hay un poder, y que ese poder parece ir más allá del mero sonido, hundiendo sus raíces fonéticas en el limo misterioso del lenguaje que, como seres humanos, nos define.
Existe una leyenda hebrea según la cual el divino Nombre del Creador está grabado en esa piedra fundamental sita en el ombligo del templo, que a su vez era el ombligo de Jerusalén. Quien lograra conocerlo, aproximarse a él y deletrearlo, obtendría dones sobrehumanos y se enteraría de lo que debe acontecer hasta el fin de los tiempos. Pero para que eso no sucediera el Creador conservó el mayor secreto. Sucedió, empero, que al excavar el rey David las fundaciones para la construcción del templo, halló la piedra con el divino Nombre a orillas del abismo. Con el tiempo, los sabios de Israel temieron que algún joven aprendiera la voz sacrosanta y por su intermedio destruyera el mundo. Para evitar ese peligro mortal forjaron dos leones de bronce y los colocaron cerca de la puerta del Santo de los Santos. Si alguien entrara y aprendiera el divino Nombre, al salir los leones rugirían, y sus estentóreos rugidos lo llenarían de un terror tal que en el acto el nombre de Dios se borraría de su mente. Jesús Nazareno fue directamente a Jerusalén y penetró en el Santo de los santos del templo; allí aprendió las sagradas letras del Nombre. Las escribió en un pergamino, abrió su carne con un cuchillo y ocultó en ella lo escrito. Al pronunciar el Nombre, la herida se cerró. En el umbral de la puerta los leones rugieron y Jesús olvidó las letras sagradas. Pero, una vez que hubo salido de Jerusalén, volvió a cortar su carne y sacó el pergamino. De ese modo, cuenta la leyenda, aprendió para siempre el Nombre del Creador y con ello pudo obrar milagros.
Mario Satz