Incluso en estos tiempos
veloces como un Cadillac sin frenos,
todos los días tienen un minuto
en que cierro los ojos y disfruto
echándote de menos.
Joaquín Sabina
Hasta aquí, todo había sido raro, pero llevadero. El gran comedor lleno de mesas de cuatro sillas; la sala donde se sentaban todos en el suelo a esperar que cesara la lluvia mientras aquella señora, con aspecto agitanado, les contaba historias fantásticas; el patio donde tuvo que pelearse para demostrar que era capaz de defenderse; incluso aquellas señoras vestidas con esos trajes blancos, largos hasta los tobillos, con esos zapatos negros de cordones, tan masculinos y esos raros sombreros en la cabeza que parecían alas desplegadas. Todo llevadero. Si no ilusionante, si lleno de expectativas a los ojos de un niño de seis años. Pero cuando se vino abajo fue al llegar la noche y subir a los dormitorios. En realidad, se trataba de un solo dormitorio con literas a uno y otro lado. No menos de treinta literas por banda. Hasta el color del traje de las monjas había cambiado. Ahora parecían cuervos con las alas caídas. Durante casi media hora, la chiquillería iba y venía de una cama a otra, intercambiando cromos, boliches o chistes. Sólo él permanecía sentado en la litera que le habían asignado. Solo, silencioso y absorto. La monja dio tres palmadas, ordenó con voz tronante que cada mochuelo regresara a su olivo y se apagaron todas las luces, excepto una pequeña bombilla roja que señalaba la entrada de los retretes. De repente se le aparecieron todas las ausencias y lloró escondiendo la cara contra la almohada. Y eso que aun no sabía que ese sería su hogar los próximos nueve años.