El economista Thomas Piketty
Es bueno que los intelectuales honrados, que también los hay, empiecen a enseñar sus afiladas uñas. Porque es absolutamente imposible que una economía que lleva el sudor, las lágrimas y la muerte a la mayor parte de la sociedad mundial para enriquecer tan sólo a una ínfima parte de la misma, sea una ciencia no sólo verdadera sino también honesta.
Si lo que afirman impunemente todos esos canallas de los economistas vendidos al capital fuera una verdad incontrovertible, no habría otra solución que el más masivo de todos los suicidios, es decir, que la mayor parte de todos nosotros gritáramos: “eh, coño, que paren este asqueroso e indecente mundo, porque yo me quiero bajar de él”.
Pero yo, que soy un tipo no sólo ya muy viejo, con todos los problemas intelectuales que ello representa, pero también con esa maravillosa ventaja que da la absoluta independencia, juro por todo lo que ustedes quieran que no es verdad.
Y esto yo lo sabía como sé lo poquísimo que sé, porque la experiencia de tantos años me lo había gravado a fuego lento por todos los milímetros de mi sufrida piel.
Por eso me sorprende casi tanto como me alegra que unos tipos como Krugman y este nuevo tío, el tal Piketty, vengan ahora, cuando ya es quizá para mí demasiado tarde, a decir lo mismo que yo llevo gritando toda mi puñetera vida: ser marxista no es sino ser partidario de la igualdad de todos los seres humanos sobre la Tierra.
Y esto ¿qué puñetera cosa es? ¿Un silogismo aristotélico, una proposición hegeliana, un razonamiento matemático linguístico wittgensteiniano, un discurso foucaltiano, un rizoma deleuziano o una deconstrucción derridiana?
No sólo no lo sé sino que creo que no me hace falta saberlo porque siempre lo he tenido impreso en mi puñetero corazón, siempre he sentido una inmensa ternura cuando he advertido cualquier tipo de sufrimiento humano, que no me afligía a mi sino tan sólo al otro.
Algunos dice que esto se llama solidaridad, yo creo más bien que es jodido y puñetero amor: quiero tanto a todo el mundo, incluso a esos tipejos que en modo alguno lo merecen, que me he pasado casi toda la vida llorando y protestando por el sufrimiento, el dolor ajeno, porque el hombre, que apenas si es capaz de disfrutar del placer, tiene una inmensa capacidad para sufrir el dolor.
Pero estaba hablando de Krugman y de su proahijado Piketty, autor de un libro tan inteligente y revolucionario que ha motivado la alerta escandalosa de todo ese asqueroso mundo de la intelectualidad conservadora, o sea traidora, por hablar con el lenguaje de Julien Benda, El Capital en el siglo XXI, en el que el economista francés demuestra de una manera absolutamente categórica que toda la riqueza acumulada en las manos de esas pocas familias que gobiernan el mundo no sólo es una canallada insuperable sino algo mucho más dañino para la historia de la humanidad: el más execrable de los crímenes.
Ni que decir tiene que una oleada de fariseica indignación se ha levantado en todo el mundo de la ciencia económica que lleva muchos años ya entregada de cuerpo y alma al aplauso incondicional de las mal llamadas teorías económicas liberales, que tienen de tales lo que yo de cura.
Como le contestara firme pero tranquilamente Lenin, al gran preboste de la intelectualidad española que después de visitar aquella Rusia turbulenta, le comentó que sí, que todo estaba muy bien, que aplaudía que se hubiera derribado para siempre a la Rusia zarista, pero que él echaba de menos que el nuevo régimen no promoviera un poco más de libertad, “¿libertad, para qué?”.
Es esa omnímoda y fraudulenta libertad la que nos ha llevado y nos mantiene precisamente en la peor de las esclavitudes,la que experimentan esos miles de millones de parados que tiene que vender todos los días su dignidad, su honradez y su alma para intentar poder comer un poco.
No les ha gustado nada a los prebostes actuales ni a sus corifeos intelectuales, vendidos hasta los tuétanos, que algunos economistas verdaderamente dignos de tal nombre, hayan comenzado a escarbar en las fuentes de la historia económica de todas las naciones y empezado también a publicar los resultados de sus investigaciones, esencialmente contrarios a las teorías económicas cuyo predominio tan falso como injustificado nos ha llevado a este infierno en el que ni siquiera podemos vivir.
"El pánico a Piketty
Los conservadores parecen incapaces de elaborar un contraataque a las tesis del economista
PAUL KRUGMAN 4 MAY 2014 - 01:00 CET40
El nuevo libro del economista francés Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, es un prodigio de honestidad. Otros libros de economía han sido éxitos de ventas, pero, a diferencia de la mayoría de ellos, la contribución de Piketty contiene una erudición auténtica que puede hacer cambiar la retórica. Y los conservadores están aterrorizados. Por eso, James Pethokoukis, del Instituto Estadounidense de la Empresa, advierte en National Reviewde que el trabajo de Piketty debe ser rebatido, porque, de lo contrario, “se propagará entre la intelectualidad y remodelará el paisaje político-económico en el que se librarán todas las futuras batallas de las ideas políticas”.
Pues bueno, les deseo buena suerte. Por ahora, lo realmente sorprendente del debate es que la derecha parece incapaz de organizar ninguna clase de contraataque significativo a las tesis de Piketty. En vez de eso, la reacción ha consistido exclusivamente en descalificar; concretamente, en alegar que Piketty es un marxista, y, por tanto, alguien que considera que la desigualdad de ingresos y de riqueza es un asunto importante.
En breve volveré sobre la cuestión de la descalificación. Antes veamos por qué El capital está teniendo tanta repercusión.
Piketty no es ni mucho menos el primer economista en señalar que estamos sufriendo un pronunciado aumento de la desigualdad, y ni siquiera en recalcar el contraste entre el lento crecimiento de los ingresos de la mayoría de la población y el espectacular ascenso de las rentas de las clases altas. Es cierto que Piketty y sus compañeros han añadido una buena dosis de profundidad histórica a nuestros conocimientos, y demostrado que, efectivamente, vivimos una nueva edad dorada. Pero eso hace ya tiempo que lo sabíamos.
No, la auténtica novedad de El capital es la manera en que echa por tierra el más preciado de los mitos conservadores: el empeño en que vivimos en una meritocracia en la que las grandes fortunas se ganan y son merecidas.
Durante el último par de décadas, la respuesta conservadora a los intentos por hacer del espectacular aumento de las rentas de las clases altas una cuestión política ha comprendido dos líneas defensivas: en primer lugar, negar que a los ricos realmente les vaya tan bien y al resto tan mal como les va, y si esta negación falla, afirmar que el incremento de las rentas de las clases altas es la justa recompensa por los servicios prestados. No les llamen el 1% o los ricos; llámenles “creadores de empleo”.
Pero ¿cómo se puede defender esto si los ricos obtienen gran parte de sus rentas no de su trabajo, sino de los activos que poseen? ¿Y qué pasa si las grandes riquezas proceden cada vez más de la herencia, y no de la iniciativa empresarial?
Piketty muestra que estas preguntas no son improductivas. Las sociedades occidentales anteriores a la Primera Guerra Mundial efectivamente estaban dominadas por una oligarquía cuya riqueza era heredada, y su libro argumenta de forma convincente que estamos en plena vuelta hacia ese estado de cosas.
Por tanto, ¿qué tiene que hacer un conservador ante el temor a que este diagnóstico pueda ser utilizado para justificar una mayor presión fiscal sobre los ricos? Podría intentar rebatir a Piketty con argumentos reales; pero hasta ahora no he visto ningún indicio de ello. Antes bien, como decía, todo ha consistido en descalificar.
Supongo que esto no debería resultar sorprendente. He participado en debates sobre la desigualdad durante más de dos décadas y todavía no he visto que los “expertos” conservadores se las arreglen para cuestionar los números sin tropezar con los cordones de sus propios zapatos intelectuales. Porque se diría que, básicamente, los hechos no están de su parte. Al mismo tiempo, acusar de ser un extremista de izquierdas a cualquiera que ponga en duda cualquier aspecto del dogma del libre mercado ha sido un procedimiento habitual de la derecha ya desde que William F. Buckley y otros como él intentaran impedir que se enseñase la teoría económica keynesiana, no demostrando que fuera errónea, sino acusándola de “colectivista”.
Con todo, ha sido impresionante ver a los conservadores, uno tras otro, acusar a Piketty de marxista. Incluso Pethokoukis, que es más refinado que los demás, dice de El capital que es una obra de “marxismo blando”, lo cual solo tiene sentido si la simple mención de la desigualdad de riqueza te convierte en un marxista. (Y a lo mejor así es como lo ven ellos. Hace poco, el exsenador Rick Santorum calificó el término “clase media” de “jerga marxista”, porque, ya saben, en Estados Unidos no tenemos clases sociales).
Y la reseña de The Wall Street Journal, como era de esperar, da el gran salto y de alguna manera se las arregla para enlazar la demanda de Piketty de que se aplique una fiscalidad progresiva como medio de limitar la concentración de la riqueza —una solución tan estadounidense como el pastel de manzana, defendida en su momento no solo por los economistas de vanguardia, sino también por los políticos convencionales, hasta, e incluido, Teddy Roosevelt— con los males del estalinismo. ¿De verdad que esto es lo mejor que puede hacer The Journal? La respuesta, aparentemente, es sí.
Ahora bien, el hecho de que sea evidente que los apologistas de los oligarcas estadounidenses carecen de argumentos coherentes no significa que estén desaparecidos políticamente. El dinero sigue teniendo voz; de hecho, gracias en parte al Tribunal Supremo presidido por John G. Roberts, su voz suena más fuerte que nunca. Aun así, las ideas también son importantes, ya que dan forma a la manera en que nos referimos a la sociedad y, en último término, a nuestros actos. Y el pánico a Piketty muestra que a la derecha se le han acabado las ideas".
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de 2008.
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