Revista América Latina
Por: Marco Teruggi
La frontera con Colombia es durante kilómetros un río, con algunas casas de un lado, siembras, arcos de fútbol, casas humildes, y muchas veces solo llanura, árboles, esteros. Quien no conoce no sabe que está en la frontera, que la orilla en frente, justo ahí, idéntica a esta, es otro país, donde está gran parte de lo que no se consigue aquí. Allá está la guerra, aquí también, y ese río que transcurre es parte de ella. Se debe aprender a observar y escuchar: esa canoa que pasa con dos personas dentro, ¿contrabandea o pesca?
Acá la cultura del comercio informal existe desde hace siempre. Antes no era contrabando de extracción, no desangraba el país, ahora sí. Cada vez más: ya no solamente se pasa gasolina, ganado, alimentos de la canasta familiar, medicinas, billetes, sino que en estos últimos tiempos el abanico se ha ampliado a otros rubros, como el plástico, desde vasos hasta palas para recoger la basura. Cualquier método es bueno para pasarlo, como quienes se envuelven el cuerpo con kilos de carne o tabletas de antibióticos.
La diferencia cambiaria, producto del ataque sobre la moneda, transforma casi cualquier objeto en una mercancía que genera hiperganancia al ser vendida del otro lado. 70 litros de gasolina valen más que un sueldo mínimo en Venezuela. Un sueldo mínimo en una etapa de hiperinflación de guerra no alcanza para mantener una familia. Ni dos ni tres sueldos mínimos alcanzan. Hacer horas de cola para echar gasolina no es un problema, es una actividad que da en un día más dinero que un mes en el Estado.
Toda zona de frontera con Colombia ha sido atacada por esa dinámica, y la parroquia San Camilo, en el estado Apure, no es la excepción. Sus características económicas tienen potencialidades para el desarrollo productivo: es la parroquia más productora de lácteos del estado con un promedio de 200 mil litros diarios, con unas 25 mil cabezas de ganado de leche. Tiene también agricultura, lagunas de cachamas. Podría ser de prosperidad, pero el mejor ganado se va para Colombia, otra parte para los estados del centro, la leche es comprada por Nestlé y las queseras privadas que manejan el mercado. Los precios son altos en San Camilo.
Las causas de esta situación son varias y se entrecruzan. Los productores compran insumos ‒vacunas, desparasitantes, etc.‒ traídos desde Colombia, lo que eleva los precios de crianza y, en consecuencia, por ejemplo, de la leche, base del queso. Necesitan, dicen, insumos a precios económicos. Quien debería garantizarlo es el Estado, el mismo que también podría comprar una parte sustancial de la producción lechera. Nada de esto es nuevo, se hicieron ensayos que se frenaron, quedaron a mitad de camino. Hoy los productores están en el medio de la cadena, con un funcionamiento a precios de insumos de frontera de guerra, y venta a intermediarios privados que especulan y realizan ganancias extraordinarias. Ganan contrabandistas y privados.
No se trata de victimizar, ni de negar que algunos productores prefieran una hiperganancia al cruzar ganado por el río. La pregunta es hacia el Estado, las políticas que de ahí se construyen, la forma como se abordan en este contexto. Ningún productor está interesado en venderle al Estado si el pago, como suele suceder, demora meses en hacerse efectivo, mientras el aumento de precios es diario, generalizado, y Nestlé paga de manera inmediata. Eso tampoco es nuevo.
Existen ejemplos que muestran que la voluntad política y la articulación de las partes puede construir otras realidades. Una experiencia es la que se ha puesto en marcha en El Nula, centro de San Camilo, donde se articula la institucionalidad, el Partido Socialista Unido de Venezuela, la Corriente Revolucionaria Bolívar y Zamora, los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), y consejos comunales, para realizar operativos de venta de carne y pescado a las comunidades. El esquema es el siguiente: se le garantizan insumos a los productores, que venden la carne a un precio más bajo, y a través de la organización popular es ofrecida directamente al vecindario a 25 mil bolívares el kilo de carne y 15 mil el de pescado. La última jornada contó con 93 reses y 3 mil kilos de pescado para 19 CLAP.
El impacto es económico, subjetivo, organizativo. Es una forma de frentear colectivamente una realidad cada vez más adversa. El caso de El Nula es un ejemplo de cómo el cotidiano económico toma formas de batallas diarias: el único banco del pueblo dejó de funcionar durante dos meses, y el puente para el acceso principal ‒sobre el río Burgua‒ se derrumbó el pasado 4 de octubre. Esa situación agravó la dificultad ya existente, la gasolina pasó a costar 15 mil bolívares el litro, y los billetes comenzaron a ser revendidos con 60% de interés. La necesidad de la mayoría se hizo negocio para pocos. Una lógica impuesta por la guerra, inscrita en reflejos económicos. En el caso del puente caído se instaló una microsociedad en cada orilla: 2 mil bolívares para cruzar en canoa, 30 mil en camioneta, puestos de comida, helados, y las orillas como piscinas para los niños.
¿Cómo se pelea contra tanto? Las jornadas de venta de carne y pescado son una posibilidad. Muestran que se pueden ensayar respuestas que tengan un accionar del Estado articulado a productores y comunidades organizadas, con miras a la cogestión. Sin ese triángulo resulta difícil imaginar cómo desandar el nudo que empeora a medida que el cuadro económico general lo hace. Las principales variables se agudizan en la frontera.
La pregunta sobre qué hacer en lo material está en el centro de los debates, es el primer punto de toda conversación. No parece posible detener el contrabando con arrestos a quienes llevan un tanque de gasolina del otro lado, o varios kilos de carne envueltos alrededor del cuerpo. Se trata de una sociedad fronteriza en momento de crisis, articulada en gran parte alrededor de esa actividad económica, donde muchas veces quien no está metido de manera directa tiene a algún familiar involucrado. El ataque debe darse contra las mafias del contrabando que mueven gandolas, rebaños, miles de millones. Y a través de políticas que generen condiciones económicas para la rentabilidad de la producción, la cultura productiva.
Resulta sencillo escribirlo, la realidad, en cambio, noquea intenciones. En particular porque la frontera es más que una frontera, existe una arquitectura organizada para profundizar este cuadro. Desde las casas de cambio colombianas hasta la política del gobierno de Colombia que deja pasar todo contrabando. La situación de las parroquias de frontera como San Camilo tiene respuestas que pueden desarrollarse por la voluntad de las fuerzas locales, pero necesita respuestas nacionales, estructurales. Porque el problema de la frontera es epicentro del escenario de guerra al que se nos ha llevado. Por allí quieren arrodillar el bolívar, desabastecer el país, hacer ingresar un ejército irregular bajo comandancia norteamericana.
Estamos en una guerra donde muchas veces los generales enemigos se esconden, son imperceptibles. En particular cuando el campo de batalla es un río que separa dos orillas iguales, con llanura, algunas casas, y unas canoas que pasan. Es un conflicto de estrategia cobarde que debemos nombrar, explicar, acorralar en lo económico como en lo político. La realidad material, con todas las consecuencias que conlleva, lo pide./15yultimo
Anuncios
&b;
&b;
Sus últimos artículos
-
Columna de Juan Martorano Edición 281: Planes militares por parte de Venezuela para recuperar la Guayana Esequiba. Quinta y última parte
-
EE.UU.: la incertidumbre de la era post-liberal
-
Trinchera de ideas | ¿Ha sido derrotada la resistencia…
-
Informe de Amnistía Internacional