Me da miedo que se vaya todo el mundo y me quede yo aquí sola, y me invento artilugios que me ayudan a estar preparada -por si acaso-, voy haciendo una bolsa desde hace tiempo, y nunca se la enseño a nadie.
La otra noche descubrí el que hace de número 13, -mal número pensé-, pero no me gusta saltarme ninguno, siempre que pienso en el 13 recuerdo los ascensores de NYC, pasando del 12 al 14, y me sigue sorprendiendo la capacidad que tiene la gente de continuar con las supersticiones, y hacerlas tan patentes.
Estaba sentada en el autobús, leyendo sin mucho interés el periódico, mientras mi mano tanteaba el fondo del bolso en busca de algún caramelo, cuando rocé un objeto suave, redondo, me intrigó de pronto el contorno que
acariciaban mis dedos, no recordaba que podía ser, lo atrapé en la mano y la cerré, al sacarla abrí lentamente los dedos para descubrir mi pequeño espejo, el que uso para casi cualquier cosa y que en ese momento no podía recordar, es útil en muchas ocasiones, cuando he de quitarme las lentillas, repasar el maquillaje antes de una reunión, observar cualquier cosa que no esté al alcance del ojo y que ayudada por mi pequeño espejo de mano me es más fácil descubrir.
Poco a poco se iba materializando la idea de la misión que tendría mi objeto número 13.
Antes de ir a dormir cada objeto tiene una finalidad. En su conjunto me salvan del insomnio que puede producirme la idea de pensar que cuando despierte estaré sola, que abriré la ventana y me encontraré con el paisaje desolador del abandono, y en menos de un minuto he llevado a cabo mi ritual, esta noche mi espejo será el encargado de ver si mi pequeña sigue conmigo y no se ha ido a ningún sitio, aunque pueda ver su pequeño cuerpo descansando en la cama, lo abriré, separando cuidadosamente las dos partes para que no pueda cerrarse, lo colocaré despacio debajo justo de su pequeña nariz y atraparé el vaho que desprende su respiración.
Texto: © Eva R. Picazo