La situación era desesperada en las trincheras. La munición escaseaba y la moral desfallecía por momentos. El sonido atronador de las ráfagas de disparos dificultaba cualquier comunicación y los soldados gesticulaban vehementemente para darse indicaciones. El frío helador le confería a la escena un aire grisáceo y hosco.
Un hombre y una mujer se miraban el uno al otro en un cálido restaurante. —Estás preciosa esta noche. —dijo él, obteniendo una púdica sonrisa por respuesta. Un violín se dejaba oír por todo el comedor, envolviendo a los comensales en una acogedora atmósfera. El hombre devolvió la sonrisa, embriagado por el suave olor a vainilla que despedía la joven con la que cenaba.
—¡Sargento! ¡Sargento!—gritaba un joven soldado que avanzaba a trompicones con la cabeza baja y con la mano sujetándose el casco. —El sector nordeste… el sector nordeste ha… ha caído.—dijo entre jadeos.
—¡Joder!—obtuvo por toda respuesta el soldado. Después se pasó la mano por la frente para secarse el sudor que le caía sobre los ojos a pesar del frío reinante y desenrolló un mapa hecho polvo y lleno de tachones, flechas y garabatos. Aquello pintaba mal.
El hombre se estremeció cuando, durante la espera del segundo plato, ella buscó su mano para posar la suya encima. Después de unos segundos en silencio, giraron sus cabezas para mirar las luces de la ciudad nocturna a través del ventanal, que se extendía ante ellos como una manta de estrellas. Un camarero sirvió dos copas de champán y dio media vuelta haciendo una levísima reverencia.
—¿Brindamos? —dijo ella.
—Brindamos. —respondió él.
El sargento veía caer a sus hombres uno tras otro. A lo largo de la trinchera se acumulaban los cuerpos sin vida de muchos de ellos. Al frente, entre la niebla, vislumbraba varios tanques que se acercaban. Si abrían fuego, estaban perdidos. Él disparaba sin cesar pero prácticamente al azar, con la esperanza de que alguna bala impactase en algún enemigo. Un fogonazo, seguido por un tremendo estruendo hizo volar tierra y asfalto a su izquierda, causando verdadero pavor entre lo que quedaba de la compañía.
Ellos no lo entendían. Nadie lo entendía. Él ya había luchado en más guerras y las había perdido todas. Se arrodilló y se cogió las rodillas con las manos, haciéndose un ovillo, entre el barro y la sangre. Nadie entendía cuál era el objetivo de la guerra. Nadie.
Unas notas de piano acompañaban ahora al violín y pareció que aquel cambio sutil le dio valor al hombre que, dejando los cubiertos sobre la mesa, carraspeó un instante antes de hablar.
—Joder, creo que me estoy enamorando de ti.
Silencio. Los tanques se habían detenido. Había empezado a nevar. El sargento miró a su alrededor. Estaba rodeado de muerte y destrucción. Se levantó y salió de la trinchera. Sabía que no recibiría ni un solo disparo. Cogió un trapo harapiento del suelo y lo ató a su rifle, que izó a modo de bandera. A modo de bandera blanca. Mientras caminaba con la improvisada bandera blanca, olió un ligero y agradable aroma a vainilla. Varios soldados empezaron a salir asustados de las trincheras. La ropa sucia y rasgada, el miedo y el cansancio reflejados en sus rostros. Miraban hacia arriba extrañados, puesto que de algún sitio indeterminado venía una cálida melodía de violín y piano que lo inundaba todo.
Esta noche a las 22:45, horario de la capital, las tropas aliadas han entrado en el corazón de la ciudad provocando la rendición incondicional del ejército defensor, al que reconocemos su enorme valor. Pelearon con todas sus fuerzas y hasta el último aliento. El cerebro ha capitulado. El corazón ha triunfado. La guerra ha terminado.
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