Help.
I need somebody.
Y pronto.
He entrado en una espiral autodestructiva de la que no sé muy bien cómo salir. Ya saben ustedes que soy de naturaleza pelín compulsiva. Para lo bueno. Como cuando me da por erradicar las radiaciones malignas de nuestras vidas con mi gausómetro. Y para lo malo. Cuando me da por acumular la ropa para planchar en el sótano formando lo que a todas luces es ya un sistema montañoso que nada tiene que envidiar a la Tramontana.
La culpa la tiene el bicho que desde el miércoles por la noche ha llenado mis días de vómitos y cacas radioactivas. Él y sólo él. Bueno, y el padre tigre que lleva desde ayer, con motivo de una reunión ficticia, ahogando sus penas en algún hotel con room service. Gracias al bicho tengo a La Tercera, La Cuarta y La Segunda en pijama desde hace dos días vagando por la casa sin más rumbo que plantarme un vómito en algún sitio que no haya limpiado todavía. La Primera va fugazmente al colegio pero a grosso modo nos hemos hecho fuertes en casa con nuestros pijamas, nuestros paquetes de Kleenex y mi mal humor.
Ayer no me duché y sólo me medio vestí para recibir con un mínimo de decoro al señor de DHL, mi referente vital. La prueba viviente de que existe la vida fuera de estas cuatro paredes que habito. Noche. Y día. Él es mi último vínculo con el mundo real. Si me deja por otra que consuma más en Amazón. Me muero.
Me comí una caja de Ferrero Rocher entera que sobró de la cena corporativa, un osito de 500 gramos de chocolate Lindt, la ración de La Tercera del calendario de adviento y dos bolsas de patatas fritas. A escondidas, en el cuarto de las lavadoras, mientras a las niñas les endiñaba ración tras ración de arroz blanco. Me bebí un par de litros de cocacola y una miríada de cafés con leche. Ni por esas.
Me llegó el pedido de frescos que muy amablemente nos trae el agricultor local todos los Jueves y no encontré la energía suficiente para sacarlo de las cajas. Estaba demasiado cerca del aseo que me acababa de atascar La Cuarta condenándome a un frenesí de desesperación. No planché ni un calcetín. Ni me pasé por mi casa cibernética. Ni nada. De nada.
El día se me hizo largo desde antes de empezarlo y a las siete de la tarde me descubrí rogándoles a las niñas que se fueran a la cama. Por lo que más quisieran. Yo me metí en la cama con La Tercera. A verlas venir. A medida que acumulaba horas de sueño he ido recuperando las ganas de ver crecer a mis hijas y el coraje de enfrentarme a un nuevo día. Por eso, cuando la convaleciente se ha despertado a eso de las cuatro de la mañana para pedir agua, las siete primeras veces se la he traído gustosa. Y hasta contenta. La octava he secundado su iniciativa de ir a buscársela sola y ni me he enfadado con la escandalera que ha montado en el baño para poder acceder al grifo. Ni siquiera he blasfemado cuando me ha tirado la mitad del vaso en la almohada. He seguido planchando la oreja mojada. Y punto.
He de confesar que, pese a mi brío matutino cargado de buenos propósitos para romper el círculo vicioso, he tenido que recurrir al más vil chantaje emocional para que La Segunda se quedara de carabina de las pequeñas en casa. Lo de salir con todas, enfermas y sanas, a las 7:30 se me ha antojado tan cuesta arriba que he tirado de un “lo que tú quieras” de lo más rastrero.
Salvando estos pequeños escollos voy conquistando el día con relativa dignidad. Me he propuesto alimentarme a base de lombarda a ver si reduzco mi nivel de azúcar en sangre y hago acopio de antioxidantes. Sólo me queda esperar a que vuelva el padre tigre para desatascar el baño y confiar en que la visita del bicho sea breve y no se cobre más víctimas.
Crucen los dedos.
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