Toda la metafísica se levanta sobre la idea de que existe una realidad aparente, perecedera, contingente, insustancial, y otra realidad esencial, perdurable, necesaria, significativa. Aquélla es la pequeña realidad de las cosas múltiples, individuales. En esta otra, lo individual ya no existe; es la unidad, la generalidad, el todo lo que existe. Durante una gran parte de la historia de la metafísica, la realidad aparente y la sustancial se han mantenido incomunicadas. Platón, que es el mejor ejemplo de ello, desdeñaba el mundo aparente, el que nos dan a conocer los sentidos, aquél al que pertenecemos los individuos, y ensalzaba, por el contrario, el mundo de las ideas: la belleza, la bondad, la justicia… ninguna de las cuales pertenece a este mundo; sólo disponemos, según él, de su recuerdo, que nos llega desde un tiempo anterior al nacimiento, anterior a la caída en este mundo inconsistente. Hubo que esperar a Hegel sobretodo para que la filosofía ideara un tránsito entre el mundo aparente y el esencial a través de la historia. El devenir, pues, permitía la comunicación entre este mundo imperfecto que es el de aquí y el de ahora, y aquél que debería ser y que nos espera en el futuro… un futuro inalcanzable, pero en dirección hacia el cual podemos y debemos transitar.
Los individuos pertenecemos a aquel primer mundo inconsistente y perecedero. De hecho, sabemos que hemos de morir: dentro de un tiempo no quedará de nosotros ni el recuerdo. Como individuos no vamos a ningún lado en el que esté depositado, esperándonos, nuestro ser. Somos un desastre en potencia, y lo certificarán los gusanos que habrán de dar cuenta de nuestros últimos restos. La vida no nos lleva a los individuos sino hasta donde quien nos espera es la muerte. Y si esto es así, parece inevitable concluir que la vida es finalmente absurda. Así traduce a palabras esta difícil constatación el autor del Libro de Job: “El hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de miserias, brota como una flor y se marchita, huye como sombra y no substituye… Porque para el árbol hay esperanza; cortado reverdece y echa nuevos retoños; aunque haya envejecido su raíz y haya muerto en el suelo su tronco, al sentir el agua rebrota y echa follaje como planta nueva. Pero el hombre, al morir se acabó; al expirar, ¿qué es de él?”.
Efectivamente, la vida resulta absurda si la reducimos hasta que llegue a encajar en el marco de este mundo de apariencias, del mundo que habitamos los individuos, en donde todo parece crecer y prosperar engañosamente hasta que acaba disolviéndose en la muerte y en la nada; por tanto, realmente, no crecía… ¿No crecía? ¿Da igual a qué dediquemos la vida puesto que, hagamos lo que hagamos, nada podremos llevarnos cuando muramos y lo que aquí quede está destinado a servir de pasto para el olvido? ¿Sólo existe entonces el aquí y el ahora como perentorio y coyuntural baluarte frente al absurdo?
Ortega y Gasset sitúa en la doctrina cristiana la enseñanza que originalmente nos puso en el camino de hallar la manera de dar sentido a nuestra vida, permitiendo una salida a ese anclaje en lo inmediato que nos impedía acceder a la percepción del tiempo lineal, del tiempo que transcurre y, de este modo, abrirnos a la percepción del futuro y de la esperanza: “He aquí lo fundamental de la experiencia cristiana del hombre –señala, pues, Ortega a este propósito–: todo lo demás es secundario, casi anecdótico al lado de eso. Descubrir, caer en la cuenta de que la vida en su última sustancia consiste en tener que ser dedicada a algo, no en ocuparse de esto o de lo otro dentro de la vida, que eso sería lo contrario, meter en la vida algo que se considera valioso, sino tomar en vilo nuestra existencia entera y entregarla a algo, de-dicarla…, esa es la averiguación fundamental del cristianismo, lo que indeleblemente ha puesto en la historia, es decir, en el hombre (…) Es decir, da tu vida, enajénala, entrégala; entonces es verdaderamente tuya, la has asegurado, ganado, salvado”. Por tanto, el sentido de la vida para el individuo consiste en salir de su individualidad, sumergirse en la corriente que transcurre hacia lo esencial, ese destino que la metafísica pergeñó y que el cristianismo, sin embargo, heredero al fin y al cabo de Platón, después de hallar que vivir es, de alguna manera, entregarse, derivó hacia un más allá que desvirtuaba esa entrega, porque a la vez que la aspiración a acercarse a Dios, promovía el rechazo del mundo.
Tratamos, pues, de concluir que sólo la inserción de nuestra vida individual, finita, contingente, en la corriente que lleva hacia lo esencial y perdurable, y que nos mantiene en perpetuo crecimiento, dará sentido a aquélla. Mantenerla (intentarlo) dentro de los límites de lo que sólo somos cada uno es abocarla al fracaso, pues la muerte es así la que tiene la última palabra. O como también dice Ortega: “Cuando el hombre se queda o cree quedarse solo, sin otra realidad, distinta de sus ideas, que le limite crudamente, pierde la sensación de su propia realidad, se vuelve ante sí mismo entidad imaginaria, espectral, fantasmagórica. Sólo bajo la presión formidable de alguna trascendencia se hace nuestra persona compacta y sólida y se produce en nosotros una discriminación entre lo que, en efecto, somos y lo que meramente imaginamos ser”. La vida tendrá sentido, por lo tanto, cuando descubramos a qué entregarla, pero no negando este mundo, sino colaborando en su aumento.