Revista Cultura y Ocio
Leonard Cohen invita a naranjas y té de la China. Tiene una biblia en la mano, pero no se cree lo que dice; sólo recita los pasajes controvertidos, los que encierran las metáforas más hermosas. En cierto sentido, su poesía es de índole teológica. Lo que hace en muchas de sus composiciones es indagar en la naturaleza de lo espiritual, en la posibilidad de que Dios exista y de que no sea una construcción humana, como sospecha desde que echó a andar por los libros y por las personas. Lo más hermoso de todo lo que Leonard Cohen ha escrito proviene probablemente de ese deseo enorme de aceptar la cultura que ha recibido y de convivir con ella con armonía. Maldito a medias, entre la voluntad de vender discos y hacer giras y la de pasar desapercibido y cantar a solas y escribir sin que todo importe, Leonard Cohen está en el ocaso de su vida, eso ha dicho, y You want it darker es su obra póstuma. Siempre me impresionó lo póstumo, lo hecho en la creencia de que nada lo continuará, todas esas últimas palabras que se dicen para que consten o para que la memoria de los demás las reciten o las pronuncien (más modestamente) cuando piensen en qué hicimos en vida y cuánto duele que no podamos añadir nada más. Este bardo feliz sigue fumando en las portadas de sus discos y desafía heroicamente a quien le reproche su mensaje, su discurso tras haber pasado por los hoteles de las ciudades a las que va a tocar. Cuando le dieron el Príncipe de Asturias de las Letras hace cinco años Cohen expresó una gratitud muy profunda: la de la tierra, la de la vocación por componer, la de ubicar su yo en el mundo, tarea a la que contribuyó (lo dijo varias veces) el poeta Federico García Lorca.
Richard Ford escribe para percibir el entusiasmo del mundo. Es la gracia que emana de la vida la que lo impulsa a consignar palabras, en hilar historias, en concederse el oficio de novelista, que es un trabajo en donde no trabaja la inteligencia (lo dijo hace pocos días) sino la imaginación. AHace poco ha estado contando las razones de la escritura. Dijo que recibir el galardón del Princesa de Asturias de las Letras 2016 le parece una evidencia de la maravilla del mundo, que no deja de producir asombro y de hacernos sentir perplejos. Ha dejado la sensación de que hay algo noble en la construcción de una novela, algo que puede hacer que el mundo sea un lugar mejor o de que gire con una armonía más hermosa. De sus libros, de los que conozco, extraigo también esa visión extremadamente frágil, como a punto de resquebrajarse en cualquier momento, de lo humano. Sus personajes (pienso en Bascombe, el periodista deportivo, su personaje central, una especie de alter ego gozoso) trenzan una peripecia vital tan delicada, tan expuesta a la zozobra de las emociones, que crees estar asistiendo a una confesión íntima, de una intimidad absoluta. En eso, en hurgar en lo oscuro, Ford es un maestro. Uno que no se exhibe en demasía y al que los actos de reconocimiento le parecen útiles si le conceden la visita de más lectores a la casa de sus libros. No es a él a quien se premia, parece decirnos, sino a la literatura en sí misma, al oficio de contar, tan antiguo.
Hoy, viendo a Richard Ford, he pensado en Leonard Cohen nuevamente. Me persigue Cohen estos días de Bob Dylan. Veo a Cohen en todos lados, oigo su voz cavernosa continuamente, se me viene versos sueltos (Suzanne takes you down to a place near the river; First we take Manhattan, then we take Berlin) y pienso en que hay personas que no dejan de hacer el mismo maravilloso trabajo durante toda su vida. Da igual que sean poetas o registradores de la propiedad, vendedores de coches o maestros de Primaria. Lo hacen con la convicción de que no podrían hacer otra cosa. De haber otra, si hubiese un Cohen distinto al que se nos ha ofrecido o un Ford que no escribiese Canada, perderíamos una parte fundamental de toda esa bendita cultura que está ahí, firme y expectante, dispuesta a impregnar con su halo de inteligencia y de belleza a quien desee arrimarse. Todos los cohens y todos los fords que no vemos y andan en la oscuridad, sin que hayan podido manifestarse enteramente, todas las canciones perfectas que no hemos escuchado, todas esas novelas grandiosas que no han visto la luz, andan esperándonos de algún modo. Los premios no se entregan a las personas que suben a recogerlos con más o menos henchida felicidad: se dan al oficio que representan. Los dos, Cohen y Ford, son personas que manejan el tesoro más grande, el de la palabra. Son las palabras las que de verdad importan. Nada es más precioso que su tacto lírico o su presencia justa o terrible o lujuriosa. Otros escritores galardonados (Muñoz Molina, Auster, Claudio Magris, John Banville, que ahora recuerde) habrían dicho lo que hoy ha dejado en el aire, en el Teatro Campoamor, el viejo Richard Ford, que tiene tiempo para apresar la vida y luego verterla en un libro. Los escritores son categorías especiales, imagino. Se podría pensar que no obedecen a las reglas de la física tradicionales. El tiempo, en ellos, actúa de una manera diferente. Como si fuese más elástico. Como si pudieran modelarlo a capricho. Seguro que al pobre Bascombe, tan extenuado siempre, tan al borde de tantas tragedias y tan a flote en muchas partes de ellas, le parecería que estos son los verdaderos argumentos, no la prosaica y a veces lastimosa tarea de salir a la calle y lidiar con la realidad. Auster es un poco Ford en ese aspecto. Podrían haber salido los tres juntamente. Hubiese estado bien. Una fiesta para los amantes de la literatura.