Hace un mes, mi hijo y mi nuera metieron los
libros de las estanterías en cajas de cartón. La empresa de mudanzas se ocupó
del resto de mis cosas. Ropa, lámparas, muebles, vajilla y electrodomésticos, ocuparon
una vez su espacio y cuando desaparecieron, me sentí como un espíritu varado en el vacío.
Hace un mes y un día, apareció el nuevo
inquilino. Desde luego el casero no había perdido el tiempo. Era un estudiante universitario,
imberbe, limpio, un enfermo del orden. Quiere ser ingeniero, o algo así. Buen chico, tengo que decirlo. Pasa las noches
en vela estudiando. A mí me hace mucha compañía.
Hace un mes y trece días que no hablamos. Entra
en el retrete y noto que me mira raro, a veces con preocupación, y otras, como si me temiera. No he logrado entender
por qué.
Esa tarde llegó de la facultad con un cabreo de
mil demonios. Le habían suspendido. El lampiño se miraba en el espejo que hay sobre
el lavabo. En su rostro se reflejaba el cansancio de la derrota. Y yo no supe
estar a la altura. Lo reconozco. Se me
soltó la lengua y me burlé de lo que él creía un problema. Dije un montón de
tonterías sobre los planes de estudios, la universidad, los años perdidos…Bla,
bla, bla. Sí, no me tomé en serio al chico que colocaba por orden alfabético
los alimentos en la nevera. ¿Quién con un poco de sentido común lo haría? Pero yo
no me porté bien. Él me escuchaba sin mediar palabra. Por primera vez, sus ojos
se volvieron desafiantes. Vi cómo la
rabia comenzaba a hervirle en las mejillas hasta que no pudo aguantar más y explotó:
“Oye, y tú, ¿cuándo te mudas?."
No supe qué decir y me esfumé. Mi indolencia recibió un justo castigo.Y es que un fantasma hogareño como yo, que se resiste a abandonar su casa no debe molestar. Y sobre todo, jamás abrir la boca.