Una persona tras leer el Werther se pega un tiro; otra lo lee también, y porque Werther se pega un tiro, decide vivir. Una actuó como Werther, la otra como Goethe. ¿Lección de autoaniquilación? ¿Lección de autodefensa? Lo uno y lo otro. Goethe, según una cierta ley de un momento determinado de su vida, debía disparar a Werther; el demonio suicida de toda una generación debía encarnarse precisamente mediante la mano de Goethe. Dos veces fatal necesidad, y como tal –irresponsable. Y llena de consecuencias.
¿Acaso es culpable Goethe de todas las muertes posteriores?
Él mismo en su maravillosa senectud respondió: no. De otro modo no nos atreveríamos siquiera a pronunciar palabra alguna, ya que ¿quién puede calcular el efecto que causa una determinada palabra? (La idea es suya, la transmisión de la misma es mía).
Y yo en nombre de Goethe respondo: no.
Goethe no tenía mala voluntad, carecía de voluntad alguna a excepción de la voluntad creativa. Él, creando a su Werther se olvidó no sólo de todos los demás (o sea, de sus posibles desgracias) sino que se olvidó de sí mismo (¡de su propia desgracia!).
El olvido total, o sea el olvido de todo aquello que no sea la obra, constituye la base misma de la creación artística.
Si Goethe hubiera escrito, tras todo lo acontecido, un segundo Werther –si, a pesar de toda credibilidad, hubiera tenido una necesidad imperiosa de escribirlo de nuevo- ¿hubiera sido juzgado entonces? ¿Y Goethe sabiéndolo lo hubiera escrito?
Lo hubiera escrito mil veces si hubiera sentido la necesidad; al igual que no hubiera escrito la primera línea del primero si la presión hubiese sido un poco menor.
-¿Y hubiera sido juzgado entonces?
Como ser humano –sí, como artista- no.
Diré más todavía: Goethe habría sido juzgado y condenado como artista, precisamente en el caso de que hubiera destruido dentro de sí a Werther con la finalidad de salvaguardar otras vidas humanas (para cumplir el mandamiento: no matarás). Aquí la ley artística es manifiestamente contraria a la ley moral. El artista es culpable sólo en dos casos: en el caso, ya antes mencionado, de renuncia a una obra (no importa en beneficio de quién) y en el caso de la creación de una obra que no es artística. Aquí finaliza su ínfima responsabilidad artística y comienza su enorme responsabilidad humana.
La creación artística es, en algunas ocasiones, una cierta atrofia de la conciencia, ese prejuicio moral sin el cual el arte no puede existir. Para ser bueno el arte ha debido renunciar a una buena parte de sí mismo. El único modo para el arte de ser bueno a ciencia cierta es no ser. El arte se acabará cuando la vida del planeta acabe.
Marina Tsvietáieva
El arte a la luz de la conciencia, 1932
Imagen de Marina Tsvietáieva