Aunque resulte paradójico, la novela de Millás me ha sorprendido gratamente y me ha defraudado a la vez.
Me ha sorprendido, porque la imagen que conservaba de Millás era la de un tipo que peregrinaba de plató en plató tratando de hacerse pasar por frívolo e ingenioso; sólo alcanzaba a duras penas lo primero y casi lograba que Boris Izaguirre pareciese un intelectual.
Y me ha defraudado porque el comienzo de la novela era sublime, con un austero lirismo, que me hacía evocar la prosa de Castán, cuya sinceridad te causaba la impresión de que había vaciado de tal forma sus sentimientos que se antojaba imposible que pudiera escribir nada más, y una trama ingeniosa e imaginativa a más no poder. A medida que iba avanzando en la lectura, me preguntaba cómo demonios se las iba a apañar el autor para resolver una trama semejante, y parece evidente que Millás se planteó la misma cuestión, sin que obtuviera ninguna respuesta satisfactoria, y remata el libro con una segunda parte que le hace un flaco favor a la primera, que ya en su último tercio comenzaba a flaquear.
Sin duda alguna, es uno de estos casos en los que el autor estira una historia muy por encima de sus posibilidades y, de donde podría haber sacado una novela corta magistral, pergeña una novela convencional y apenas pasable. No obstante, de deja con ganas de abordar otras obras del mismo autor, a ser posible más recientes, a excepción, claro, de la que le valió el Planeta.