La historia no es una disciplina lineal y el ser humano, aunque progresa, jamás lo hace en línea recta. Por el camino hay trampas, accidentes y, a veces, verdaderas catástrofes capaces de dar al traste con todo lo conseguido durante siglos de lucha soterrada. El ascenso de los nazis al poder en Alemania fue contemplado al principio por el resto del mundo con una mezcla de curiosidad y desgana. Hitler no era tomado en serio por muchos, se le veía más bien como una especie de payaso histérico. Dentro de Alemania, no era así. Para muchos alemanes, se convirtió pronto en una especie de Mesías que devolvería a su país a la grandeza a la que siempre tuvo derecho. Y poco a poco, los países de alrededor, los ganadores de la Primera Guerra Mundial pasaron de la desgana al miedo: la rápida recomposición del Ejército alemán y la agresividad del discurso de Hitler los cogió con el pie cambiado y decidieron intentar apaciguarle, haciendo como que negociaban con él, pero en realidad, concediéndole todos sus deseos territoriales, hasta que el vaso quedó colomado en una ciudad llamada Danzig...
Pero antes de eso, los nazis necesitaron financiación. Una vez elegido Canciller, Hitler necesitaba el apoyo financiero de los grandes industriales alemanes. El orden del día se abre con esa poderosa escena, el encuentro entre criminales financieros y criminales políticos con el fin de asegurar los medios económicos a unos planes inhumanos. Muchas de las empresas que protagonizaron tan vergonzoso episodio siguen existiendo y prosperando en el día de hoy: Opel, Krupp, Bayer... Todas han lavado su imagen y continúan vendiéndonos sus productos, haciéndonos olvidar que hace unas décadas utilizaban sin pudor mano de obra esclava procedente de los campos de concentración que jalonaban la geografía hitleriana. Pero en aquel momento todo resultaba muy sencillo:
"El meollo del asunto se resumía en lo siguiente: había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa."
Luego, la novela-reportaje de Vuillard se acerca a las interioridades de la ocupación de Austria en 1938: cómo los nazis se comportan como mafiosos frente a los débiles austriacos y cómo la pretendida invasión pacífica fue una auténtica chapuza. En cualquier caso, frente a unas decenas o centenares de suicidios (quizá miles, quien sabe), la reacción de la mayoría de la población fue salir a la calles a recibir con su brazo en alto a su liberador. Mientras tanto, Francia, Inglaterra y el resto de potencias se rinden ante el hecho consumado y no hacen nada. Más bien, acuden seis meses después a la conferencia de Munich para seguir alimentando a la bestia.
En realidad Vuillard ha escrito una novela un tanto extraña. Una narración de ficción que se basa estrictamente en la realidad y que podría haber sido un ensayo histórico lleno de reflexiones personales. Él ha preferido adentrarse en los sentimientos personales de los personajes que vivían diversos episodios históricos - única concesión a la ficción - para indagar en lo que él llama - en una entrevista publicada en Babelia - los puntos de ruptura de la historia: "Busco en la historia los puntos de ruptura. ¿Qué nos ha conducido adonde estamos hoy? ¿Qué nos ha llevado a la dominación de Occidente, a vivir con tamaños desequilibrios o al movimiento emancipador que anima nuestras sociedades?”