Me aproximo hasta los poemas que componen uno de los libros iniciales de Joan Margarit, que se titula El orden del tiempo y que fue publicado en 1985. Es un poemario donde hay playas, cielos altos y oscuros, casas vacías que esperan, tiempos inciertos y tristes, luces en los cristales, música muy lenta de jazz y algunas melancolías. Hay brevedad y fogonazos de belleza, que en ocasiones se condensan incluso en formas rigurosamente clásicas (hay varios sonetos, no precisamente malos, entre estas composiciones). Hay varias reflexiones que se elevan como volutas de humo, bien hablando de la vida (“Hoy, desde la muralla, cuando caen las sombras, / pienso si no habrá sido, la vida que se escapa, / como cruzar de noche / un dulce naranjal que hemos olvidado”), bien refiriéndose a la finitud (“Un muro de palabras, no otra cosa, / es lo que nos separa de la muerte”). Hay tiernas alusiones a su hija Joana (“Sólo un vago temor por esta hija / que no saldrá jamás de su niñez”). Ese conjunto de destellos, unidos, conforman un volumen notable, aun dentro de su brevedad, donde se intuye la existencia de un poeta, aunque todavía no se alcancen las dimensiones rigurosas del poeta que acabaría siendo. Aquí, Margarit empieza a ser, pero aún no es. Lo digo con todo el respeto y con toda la admiración. Faltan peldaños. Se encuentra (y utilizo un verso extraído de la composición “Elegía para el arquitecto Coderch de Sentmenat”) justo en el límite de algo perfecto.
Gracias a la majestuosa edición que ha preparado Austral, con prólogo exquisito de José-Carlos Mainer, voy a ir adentrándose en todos los libros que me faltan de este egregio escritor catalán. Hoy ha comenzado la fiesta.