Cuando nacieron las teorías económicas de Silvio Gesell, hace nueve lustros atrás, tanto se habían adelantado a su tiempo que el interés por ellas prácticamente era nulo. Entre tanto, el mundo pasó por la escuela amarga de una guerra mundial, con sus terremotos económicos como consecuencia inevitable. ¿Quién no buscaría su salvavidas al hundirse? Por todos los lados se probaron recetas antiguas y modernas para dominar el caos económico. Pero en el mejor de los casos sólo surtieron efecto aparente. No es de extrañar, pues, que unos descontentos, con el afán de encontrar el remedio eficaz contra la agonía económica, tropezaran con las teorías de Silvio Gesell. Y se realizó el milagro. Las mismas teorías, antes despreciadas, cobraron de repente un valor inestimable.
El hambre y las deudas no son buenos consejeros. Imagínese los éxitos que se habrían alcanzado en el campo de la ciencia, la técnica y la religión, si la cultura tan promisora surgida en Roma, y fomentada con el oro aún manchado de sangre, robado y saqueado, no hubiera sido pasmada por el frío, destruida por los ventisqueros de un período económico glacial de 15 siglos de penuria monetaria.
Salomón creó maravillas porque consiguió en Ofir el material para la producción de dinero, posibilitando, así, un constante intercambio y la división de trabajo. Pero sus creaciones desaparecieron cuando cesó la afluencia de oro.
Toda tentativa cultural de la humanidad ha sido siempre automática y necesariamente ahogada por la caída de los precios, pues progreso significa división creciente de trabajo y ésta es sinónimo de oferta, y la oferta no puede conducir al canje si los precios se derrumban por escasez de demanda (dinero).
Dinero y cultura se desarrollan y desaparecen juntos. De ahí que “la teoría mercantilista” no andaba muy errada al contemplar en el oro, un símbolo de riqueza y cultura, propiciando, por consiguiente, también una política tendiente al aumento incesante de las tenencias del áureo metal por medio de aranceles proteccionistas. Pero tan sano pensamiento tuvo una tonta expresión. Se había comprobado que con la afluencia de oro los oficios, las artes y las ciencias florecían; mas los mercantilistas confundieron dinero y oro. Creían que el oro producía el milagro gracias a su “valor intrínseco”, no existía para ellos dinero, sino oro. Dinero y oro eran para ellos la misma cosa. No sabían que el dinero, no el oro promueve el intercambio, y que la riqueza surge de la división del trabajo, que el dinero, no el oro, posibilita. Ellos buscaban los efectos de la división del trabajo en las propiedades del oro, en lugar de las del dinero.
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