Un hombre se había quedado de jardinero mientras sus compañeros cazaban. Sediento, se dirigió a un manantial que conocía en el bosque cercano y, cuando iba a beber, percibió un murmullo extraño que venía de arriba. Alzó la mirada y vio un ser desconocido colgado de una rama con los pies. Era Kuben-niepré, ser que no era ni hombre ni murciélago, era una mezcla de los dos.
El ser descendió. Ignoraba el lenguaje de los humanos y se puso a acariciar al hombre para manifestarle sus intenciones amistosas, pero su ternura entusiasta se ejercía mediante manos frías y uñas puntiagudas, y ese cosquilleo arrancó al hombre su primera carcajada.
Conducido a la caverna donde vivían los murciélagos, el hombre advirtió que no había ningún instrumento o utensilio en el suelo, cubierto solamente por el guano de los murciélagos que se colgaban de la bóveda, pero las paredes sí estaban ricamente adornadas con pinturas y dibujos.
Los huéspedes murciélagos acogieron al hombre con nuevas caricias para expresarle su amistad, lo que provocó un nuevo ataque de cosquillas. Tantas cosquillas le hicieron y tantas carcajadas le provocaron que el hombre no pudo más y acabó por desmayarse. Mucho más tarde, cuando recuperó el conocimiento, logró escaparse y regresó a su pueblo.
Los indios se indignaron al enterarse de los tratos a que lo habían sometido. Organizaron una expedición punitiva y quisieron ahogar con humo a todos los murciélagos mientras dormían, quemando un montón de hojas secas en la gruta, cuya entrada habían cerrado de antemano. Pero los animales escaparon todos por una salida que había en lo más alto de la bóveda, salvo uno muy pequeño, que fue capturado por los hombres.
Dio mucho trabajo educarlo en el pueblo. El animal aprendió a andar pero hubo que construirle una especie de percha con maderas, a la que por la noche se encaramaba para dormir con la cabeza colgando, cogido de los pies. Lamentablemente el pequeño murciélago no consiguió adaptarse y pronto murió.