Dice Hipólito (Elenchos V, 22,1 – 27,5) que toda la doctrina de Justino se basa en un mito de Heródoto tomado de Historia IV, 8 – 10: Cuando estaba en Escitia, Hércules perdió su caballo mientras dormía. Para recuperarlo consultó a un enigmático ser femenino –mitad mujer, mitad serpiente– que condicionó su repuesta a un previo acto amoroso con el héroe. Fue así que la misteriosa hembra quedó encinta de Agatirso, Gelono y Escita.
Fueron tres los principios inengendrados del universo según Justino, dos masculinos y uno femenino. Uno de los principios masculinos se denomina Bueno y conoce todo de antemano; el otro, es el Padre de lo generado y no preconoce. Tampoco el principio femenino preconoce. Es iracundo, de doble mente y doble cuerpo. Semejante en todo a la joven del relato de Heródoto (virgen hasta las ingles y serpiente de la parte inferior). Esta joven se llama Edén e Israel.
Pues bien, cuando el Padre (sin conocimiento previo) –llamado Elohim– contempló a la semivirgen Edén, se inflamó en deseos de ella. Lo mismo le pasó a Edén, y de su unión amorosa el Padre engendró doce ángeles masculinos para sí: Miguel, Amén, Baruc, Gabriel, Esaddeo, etc. Y Edén, por su parte, engendró doce femeninos: Babel, Achamot, Naas, Bel, Beliás, Satán, Sael, Adonai, Kavithán, Pharaot, Karkamenós y Lathén. De estos veinticuatro ángeles los paternos asisten al Padre Elohim según su voluntad y los maternos a su madre Edén. El conjunto de estos ángeles es el Paraíso.
Justino interpreta las palabras de Moisés (Génesis 2,7): “Dios plantó un Paraíso en Edén hacia el Oriente” con un significado alegórico: los árboles son los ángeles. Así, frente a Edén estarían los ángeles para ser contemplados por ella permanentemente. Si extendemos la alegoría, se comprende que el árbol de la vida es el tercero de los ángeles paternos: Baruc; y que el árbol del conocimiento del bien y del mal, es el tercero materno: Naas. Una vez engendrado el Paraíso de la unión amorosa de Elohim y Edén, y habiendo aportado los ángeles paternos tierra de la mejor, es decir, no de la parte bestial inferior, sino de la humana –de la cintura para arriba–, crearon al hombre. De las partes bestiales nacieron las bestias y el resto de los seres vivos.
El ser humano simboliza de tal modo la unión de Elohim y Edén, su amor y sus mejores facultades: el alma de Edén y el espíritu de Elohim. Adán es el sello del eterno matrimonio entre Edén y Elohim. Igualmente Eva, imagen y símbolo de un sello de Edén que siempre llevará.
Una vez que todo fue creado, los doce ángeles maternos fueron divididos en cuatro principios que llevan cada uno el nombre de un río: Feisón, Geón, Tigris y Eúfrates (Gén 2, 10 – 14). Estos doce ángeles, en grupos de cuatro, recorren y gobiernan el cosmos teniendo el dominio del mundo para Edén. Alternan los lugares donde permanecen temporalmente y por ello se dice que cuando Feisón domina un lugar, allí hay hambruna, estrechez y opresión hasta que se retira. La misma influencia ejerce cada río según su potencia y naturaleza. Así, la corriente mala recorre el mundo perpetuamente según voluntad de Edén. Pero, ¿por qué quiso esto Edén? ¿Cuál es el motivo último del mal en el mundo?
Una vez que Elohim estableció y formó el cosmos a partir del acto amoroso con Edén, se elevó con su séquito de ángeles hacia lo más alto del cielo para ver si a la creación no le faltaba alguna cosa. Pero Edén, siendo de tierra, no pudo seguirlo por su peso. Una vez en lo alto, Elohim encontró al Padre (El Bueno), quien lo invitó a sentarse a su derecha (Sal 110, 1), y le pidió le concediera destruir el mundo creado para recuperar su espíritu, que se encontraba diseminado en la humanidad desde la creación. La respuesta del Padre fue decisiva: “Nada puedes hacer de malo estando junto a mí, ya que del obsequio común tú y Edén hicisteis el mundo. Por lo tanto, deja que Edén posea la creación hasta que quiera. Tú quédate conmigo”. Cuando Edén se supo abandonada por Elohim, ordenó a Babel (Afrodita) establecer entre la humanidad adulterios y divorcios para mortificar el espíritu de Elohim y que los humanos sufrieran lo mismo que ella traicionada y separada de su amado.
Viendo estas cosas el Padre envió a Baruc para auxiliar su espíritu y ayudar a los hombres. Baruc se plantó en medio del Paraíso y anunció a la humanidad: “Puedes comer de todo árbol que hay en el Paraíso, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer” (Gén 2, 16). Es decir, los humanos podrían obedecer a cualquier ángel de los once femeninos excepto a Naas; porque los once tienen pasiones pero no lo contrario a la ley. Sólo Naas tiene lo contrario a la ley porque sedujo a Eva engañándola totalmente y cometió adulterio con ella; lo mismo hizo con Adán, que era un joven. Y éste es el origen del adulterio y la pederastia. Desde entonces, el mal domina a los hombres y el bien está ausente.
Pero habiéndose elevado hacia el Bueno, el Padre ha mostrado el camino a los humanos que quieran seguirlo a la vez que ha dado lugar a todos los sufrimientos que deberán padecer en la vida. Por eso Baruc, el tercer ángel de Elohim, fue enviado a Moisés para hablar a los hijos de Israel por su medio y que se convirtieran al Bueno. A su vez, Naas, el tercero de Edén, ensombreció los mandamientos de Baruc e hizo oír los propios por medio del alma que mora en Moisés como en todos los hombres. Y por esto el alma está mal predispuesta contra el espíritu y el espíritu contra el alma. Porque el alma es Edén y el espíritu Elohim. Y cada uno existe en todos los hombres, tanto varones como mujeres.
Después de esto, Baruc ha sido enviado nuevamente a los profetas, para que por medio de ellos el espíritu oyera y huyera de Edén y la obra mala, como Elohim. Por su parte, Naas corrompió a los profetas por medio del alma. Todos fueron seducidos y no han seguido las palabras de Baruc. Así que finalmente, Elohim eligió un profeta entre los gentiles, Hércules, y lo envió a combatir los doce ángeles de Edén y liberar al espíritu. Son los doce trabajos de Hercules, que superó gradualmente desde el primero hasta el último. Pero cuando creyó haber vencido, se le unió Omphale, que es Babel o Afrodita, lo sedujo y le robó su poder – los mandamientos de Baruc enviados por Elohim – y lo revistió del vestido propio, el poder edénico, potencia de abajo. Así quedó truncada también la profecía de Hercules. Tiempo después, “en los días del rey Herodes” (Lc 1,5), enviado de nuevo Baruc por el Padre, encuentra a Jesús (que ya cuenta con doce años) y le revela todo lo sucedido desde el comienzo. Para sellar la profecía, Baruc le dice: “Todos los profetas anteriores a ti fueron seducidos. Por lo tanto, trata tú, Jesús, hijo de hombre, de no ser seducido, por el contrario, anuncia esta doctrina a los hombres y revélales las cosas relativas al Padre y las relativas al Bueno, sube hacia el Bueno y siéntate allí junto a Elohim, el Padre de todos nosotros” (Sal 110,1).
Y así termina nuestra exposición abreviada de la doctrina de Justino. Jesús obedeció a Baruc y comenzó a predicar. Naas, como a los anteriores profetas, trató de seducirlo: pero sin éxito. Humillada y resentida le hizo crucificar; pero Jesús, una vez libre del cuerpo edénico en la cruz ha subido al Bueno. Por eso le dijo a Edén: “Mujer, toma a tu hijo” (Jn 19, 26), es decir, al hombre psíquico de tierra. Y su espíritu ascendió al Bueno.
Fuente: Francisco García Bazán, La gnosis eterna. Antología de textos gnósticos griegos, latinos y coptos I, Editorial Trotta / Edicions de la Universitat de Barcelona, Madrid-Barcelona, 2003, 373 pp. ISBN: 84-8164-585-0