Los hombres volvían de cazar y, como es costumbre, habían llamado a sus mujeres silbando para que viniesen a su encuentro y les ayudara a cargar la caza.
Así una mujer llamada Aturuaroddo cargó sobre su hombro con un gran ejemplar de serpiente boa que su marido había matado. La sangre que escurría de la carne del animal recién muerto resbaló por su hombro y llegó hasta su abdomen consiguiendo penetrar en ella y fecundarla.
Para gran asombro de la mujer, aún en el seno materno, el “hijo de la sangre” como es conocido en la aldea, es capaz de dialogar con su madre, proponiéndole en una de esas charlas el ayudarla a recolectar frutos silvestres. Cumpliendo con su palabra el “hijo de la sangre” sale en forma de serpiente del interior de Aturuaroddo, trepa al árbol, arranca los frutos y los tira para que su madre los recoja. Aterrada ante lo que acababa de sucederle la mujer querría huir pero su hijo consigue alcanzarla y vuelve a su refugio uterino antes de que ella pueda hacer nada.
La horrorizada mujer confiesa la macabra escena a sus hermanos mayores, que se ponen al acecho. En cuanto sale el “hijo de la sangre” reptando del interior de su madre para subir al árbol la mujer echa a correr. Cuando el hijo desciende para irse con ella los hermanos conseguirán darle caza y lo matarán. No obstante, el sentimiento de culpa atormentará a Aturuaroddo por haber dejado que su hijo muriese de aquella manera tan cruel por lo que al huir no volvió a su aldea, sino que se internó en el bosque para no salir nunca más.
Los hermanos de Aturuaroddo llevaron el cadáver de su “hijo de la sangre” a la aldea donde se preparó una inmensa pira en la que quemarlo. Se quemó el cuerpo serpentino sobre la pira y de sus cenizas nació el árbol del tabaco.