El otoño de un agosto
Solía aparecer llegada la tarde. Por más que intentaba distraerme con las tareas de la casa, me veía apagando luces y cerrando puertas que él iba dejando abiertas a posta. Su figura delgada se distinguía vagamente saliendo de las paredes o escurriéndose tímidamente de camino hacia algún recoveco. Poco antes de que muriera coincidíamos en los balcones de nuestras respectivas casas, cada uno apurando su cigarrillo: él a escondidas de su novia, y yo… por dejar escapar el humo.No he contado a nadie que mi vecino murió y que su fantasma anduvo pululando por mi casa. Tampoco sé la razón por la que quedó atrapado en los confines de mi salón. Recuerdo que me afectó muchísimo su muerte. Había asociado su larga ausencia a un posible viaje. Y cuando un día, pasado unos meses, me tropecé con su novia, y me lo dijo. Lloré, lloré desconsoladamente al comprender de pronto muchas cosas. Mi joven vecino estaba muy delicado de salud, y yo sin enterarme. Y cómo iba a saber nada si nuestra amistad se limitaba a saludarnos de terraza a terraza. Es cierto que lo encontraba muy flaco. Se había dejado crecer la melena que recogía en una cola. Se agachaba, de cuclillas, a observar las plantas, los árboles, las enredaderas… Lo hacía con la elegancia de un gitano, de un Cristo
larguirucho cuyos movimientos estuvieran destinados a acariciar la floresta que crecía sobre las macetas. Su terraza era un paraíso. Y una honda tristeza me iba invadiendo cada vez que al mirar desde mi ventana sabía que no estaba: solo persistía la quietud de las hojas secas de un otoño en pleno agosto. Pensaba, “si es que lloro por mí, no por él. Es la congoja fruto de la soledad, del miedo a la muerte, al rastro de la muerte. Lloro porque… no me queda nadie por quien hacerlo”.La primera vez que apareció regresaba yo del trabajo, lo vi reflejado en la vidriera del salón. Supe que era él, y no me causó miedo ni sorpresa. Su presencia volátil −por qué no decirlo− más que perturbarme me producía una grata sensación de compañía.
A mediados de noviembre recibí tu llamada invitándome a este viaje. Me vi organizando maletas cuando, echada la noche, me di cuenta que no estaba. Tal vez se había ido. O quizá… lo dejé ir.
Dácil Martín