En esta crítica constructiva que estamos desarrollando los experimentadores del Proyecto Re-movimiento alrededor de la salud y atención hacia nuestros pies, basada en reconducir la situación hacia la coherencia evolutiva de vivir descalzos y reforzándola con algunos ejercicios de rehabilitación, creo que es necesario no olvidar otro factor que afecta directamente a nuestro bienestar podal –y de rebote general– y que lamentablemente no vamos a poder cambiar, por lo que tendremos que aceptarlo y apañarnos para adaptarnos a los hechos.
Ciencia aparte –no porque la considere inútil, aunque sí limitada para explicar ciertas cosas–, parece que todos los que nos hemos pasado al bando del barefoot o el uso de calzado minimalista coincidimos en que hay un sentido común y lógico que respalda nuestra elección –cabe decir que el ego siempre encuentra ese sentido común propio. Si durante tantas decenas de milenios hemos caminado y corrido descalzos, si nuestros pies contienen tal número y diversidad de huesos, músculos, articulaciones y ligamentos, si nuestra planta tiene tantísimas terminaciones nerviosas, etc., por algo será. No hace falta darle muchas más vueltas.
Esa lógica –la “coherencia evolutiva”– es la que nos ha llevado a descalzarnos. Vivir descalzos es inherente a nuestra naturaleza.
Sin embargo, puede que la mesa todavía cojee.
¿Por qué? Porque no acabamos de ser completamente coherentes con nuestra evolución, ya que no sólo nuestro calzado y actividad física han cambiado, sino también nuestro entorno.
En el juego de vivir descalzos no sólo importa nuestro 50%, nuestros pies. ¿Qué pasa con el otro 50%?
La realidad actual es la que es, y mientras nos deshacemos de nuestras antiguas ortopedias zapatiles, nos calzamos unas más coherentes y volvemos a mover y re-mover nuestros pies, el suelo que solemos pisar la mayor parte del tiempo –para algunos siempre– no tiene nada que ver con el que los forjó, el que les obligó a adaptarse incesantemente y moverse de infinitas maneras.
Porque los terrenos y suelos por lo que nos hemos movido vete a saber tú durante cuanto tiempo han sido tremendamente variables en tipología, textura, desnivel, etc. Y de golpe y porrazo, en menos de medio siglo, la hierba y la arena desaparecen, todo se vuelve liso, firme y llano, y los desniveles se extinguen, no sólo en un “plano longitudinal” –inclinación antero-posterior–, sino también transversal –desniveles laterales. Y con todas estas modificaciones, varias funciones locomotoras del tobillo y el pie se quedan huérfanas, sin sentido existencial.
Es habitual, por mucho que a veces nos guste centrarnos sólo en los casos de éxito, escuchar historias de fracaso al realizar la transición al descalcismo, o como mínimo ver que esa transición se torna lenta, muy larga y a veces dolorosa. Todas las explicaciones dadas giran alrededor del hecho de llevar siglos corriendo enfundados en un calcetín ortopédico amortiguado o en la necesidad de una adaptación técnica adecuada –y no les quito parte de razón.
Me pregunto si ese 50%, ese terreno que estamos pisando tiene algo que ver. Si nos planteamos vivir descalzos por esa lógica natural, ¿no deberíamos plantearnos también el nivel de coherencia del suelo que pisamos?
Porque por mucha técnica y capacidad de adaptación que desarrollemos, si siempre caminamos y corremos por asfalto o cemento y en llano, como decía, la mesa sigue cojeando –y los pies puede que doliendo. Nuestra vida descalzos no es natural y las consecuencias puede que no sean tan beneficiosas.
¿Y qué hacemos?
Sencillo. Ser conscientes –conocer y comprender–, aceptarlo y variar constantemente no sólo nuestra forma de caminar y correr –especialmente en intensidad, volumen y frecuencia, como ocurriría en plena naturaleza–, sino también en las superficies por donde solemos hacerlo.
En este sentido básicamente encontramos dos factores a tener en cuenta:
- El tipo de terreno. Algo tan fácil de realizar como aprovechar cualquier ocasión para evitar asfalto y cemento, para pisar tierra, grava, arena, hierba.
- El multi-desnivel del terreno. E insisto en “multi” por no trabajar sólo sobre el desnivel antero-posterior del suelo –caminando y corriendo en pendiente o cuesta abajo–, sino por el desnivel lateral –impredecible e irregular, característico de terrenos más silvestres.
Podría dar mil explicaciones a esta idea, como que en la variedad a todos los niveles de la marcha y la carrera es donde reside realmente el estímulo para que nuestro cuerpo y pies sigan adaptándose y desarrollando todo su potencial real y natural de movimiento, y de esa forma evitar cualquier tipo de disfunción o incluso lesión, que suele proceder de una práctica locomotora excesivamente repetitiva –la inactividad también es algo repetitivo–, por muy buena que sea la técnica y la preparación.
Sin embargo, ¿no basta de nuevo con aplicar la lógica natural? ¿No basta con comprender que durante milenios hemos corrido por terrenos extremadamente variados, irregulares, impredecibles para nuestros pies.
Así que, siempre que sea posible, salgamos de la ciudad, las carreteras y las aceras, y escapémonos al monte. Y cuando sea imposible, desviémonos hacia la arena de la playa, el césped de los parques y la arena de los paseos.
No podremos cambiar las ciudades, pero sí observarlas con otros ojos y utilizarlas de una manera diferente.
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