La variación acometida por Terence Fisher sobre una de las grandes novelas de finales del siglo XIX, "Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde" escrita por Robert Louis Stevenson en 1886, llega en el momento de máxima creatividad del gran cineasta inglés, coincidiendo con el apogeo o el ecuador de los ciclos sobre otros personajes míticos de la literatura fantástica.
Lejos quedaban ya los años en que Fisher fue un hacendoso todoterreno, donde a una comedia ligera sucedía un pequeño thriller, un film de aventuras o un drama, donde ya se apreciaba su gusto por el diseño de personajes, la ambientación, el montaje.
No fue hasta mediados o finales de los 50 cuando empezó a atreverse con todo.En 1960 sin ir más lejos y junto a "The two faces...", rueda la muy poco recordada y excelente "The stranglers of Bombay" y la famosa "The brides of Dracula", punto álgido de su rica visión sobre el vampiro de Bram Stoker y su gran film de aventuras. Un par de años antes habían llegado consecutivamente las dos primeras cintas del ciclo sobre el monstruo imaginado por Mary Shelley, que se interrumpiría casi diez años hasta finales de la década que entonces empezaba hasta culminar en 1969 con la que seguramente es (quizá con "The devil rides out") la mejor película de su carrera: "Frankenstein must be destroyed".Imagino que animado por el éxito de esas sagas emprendidas, Fisher aborda a Stevenson desde el ángulo más "inapropiado", quizá invalidante para algunos.El orden victoriano que se resquebraja ante la atenta mirada del abogado Utterson de la novela es dinamitado en "The two faces of Dr Jekyll" trasladando el punto de vista al propio doctor obsesionado con sus experimentos, fuera de control e introduciendo los personajes de su mujer y Paul Allen, un estupendo (muy George Sanders) Christopher Lee.
La ausencia de ese punto de vista externo de Utterson - Fisher lo elimina y sólo queda el colega de Jekyll, el Dr Ernst Litauer, trasunto del Dr Lanyon de Stevenson, que apenas aparece en el film para certificar los hechos consumados - tan recto, sobrio y en el fondo comprensivo de las cuitas que atormentan la mente de Jekyll, aventurado temerariamente en un territorio que tantos han fantaseado transitar sin atreverse, cercena el misterio y da via libre a la amoralidad.
Esta indecencia, planteada desde la primera escena y que alcanza a casi todos los secundarios, tan ajena al texto original y a su autor, no es utilizada sin embargo y ahí está quizá el mejor asidero para entender el film, para ahondar ni enfangar efectistamente los aspectos y claves que otorgaron un eterno interés a esta historia: la exploración del lado oculto del subconsciente reprimido por la socialización.Antes bien, Fisher se dedica a investigar, como tanto le gustaba, el conflicto, pero diseminando, repartiendo el peso entre cualquier personaje que entra en contacto con Jekyll, que pasa a ser protagonista y espectador al mismo tiempo, gravitando el relato sobre el drama de tres parejas: Jekyll y su mujer, que apenas coinciden y cuando lo hacen, ella le ignora aprovechando su enclaustramiento, que lleva tiempo utilizando para disfrutar de una animada vida social, ella con Paul Allen, siempre agobiado por deudas de juego y conviniendo en ser su amante para que le saque de apuros y Hyde con la liberada bailarina María, que confunde el brutal desapego de él a los sentimientos con irresistible masculinidad.La mayoría de ellos son tan poco escrupulosos y dignos de ninguna confianza como el propio Edward Hyde, que no parece meramente un factor oculto en la personalidad de Jekyll, sino su exagerada reacción ante lo que lleva tanto tiempo rodeándolo pese a sus intentos por apartarse de todo y sin embargo, irónica y aparentemente, un perfecto caballero, mucho menos raro a los ojos de un desconocido que el propio Jekyll. No son desde luego mejores su mujer, que lo engaña sin disimulo delante de todo el libertino Londres del turn of the century, su "amigo" Paul Allen que lo explota a sus espaldas mientras se divierte con ella, ni por supuesto los timadores, prostitutas y tahúres que pueblan los fumaderos de opio, salas de fiestas o locales clandestinos de lucha, prestos a sacarles los ojos a todos los hijos de la noche...Los aspectos de la personalidad de Jekyll que salen incontrolablemente a la luz con la pócima que ha formulado, tan certeramente analizados tanto por Stevenson como por Renoir en su suprema "Le testament du Dr Cordelier", para Fisher apenas alcanzan para transformarlo en un espejo desinhibido de la degradación y la corrupción que a su alrededor todo lo pudre.
Para ello y como siempre en su cine, y por muy impura que sea su aproximación, hay una ausencia total de caricaturas. Toda la planificación, el estilo de interpretación (excepto unas escenas aisladas de Paul Massie), iluminación, musicalización o resolución son tan lógicas, rigurosas y sencillas que casi podría haber suprimido, como sucede en el resto de sus grandes películas, los elementos más inverosímiles y seguiría quedando un gran film, esta vez sobre el engaño y la traición, como varios de la serie de Frankenstein giraban en torno a cómo la religión y las convenciones sociales frenaban a la ciencia, aún si en manos de outsiders.
Decantada estrepitosamente la batalla del lado del mal, el bien aún presente en la bailarina María que se enamora inocentemente de Hyde y que muere a manos de él o en el Dr. Litauer, que rastrea sus acciones pero al que sólo le queda asistir inerme a la destrucción de su amigo, queda muy mal parado.
Pero apenas se recrea Fisher (como tampoco lo hicieron sus "mayores", Murnau, Lang o Tourneur) en tamaña victoria, que no sirve para anunciar apocalipsis alguno ni motivo de regocijo para nadie inteligente, quedando el final más triste de su carrera.