A Ana Riz, que me regaló el argumento mientras tomábamos un café
En ocasiones uno piensa que hay gente a la que no cabe imaginar fuera de donde uno suele verlos; gente que, movida de su ambiente, no es posible ni siquiera reconocer. Como si fuesen otros y no mantuviesen con su otro yo, el estable, el personaje del otro escenario, relación alguna. Los ves en su puesto de trabajo o en el bar o en una esquina de un parque, entregados a sus asuntos mientras está uno en lo suyos, ajeno a esas frivolidades, pero en cuanto se cae en ellas, si percibimos la trama oculta, el argumento peregrino, ya no hay manera de soltarlo y se entra en una especie de delirio metafísico. Quizá no sean los mismos. Comparten el rostro, los gestos y hasta la manera de hablar o de no hacerlo, pero son otros y somos nosotros los confundidos, los que elucubran más de lo conveniente. También los demás verán en mí un personaje de un escenario, uno al que no es posible extraerlo sin que algo se acabe rompiendo. No es únicamente que les vea en donde desempeñan su oficio (M. en su barra del bar, J. en su farmacia o M.L. en la panadería) o en donde ocupan el ocio (J.A. en las cosas de la cultura del pueblo; J.M, en la plaza principal, saludando sin descanso, viendo y siendo visto; L. en la esquina de mi calle, con sus mallas, corriendo sin que yo aprecie que le haga falta). No, no es solo una persona y un paisaje: es mi condición narrativo la que se pone en funcionamiento en cuanto atisbo una pequeña brizna de relato, la posibilidad de que exista una historia a la que yo pueda acercarme. Somos las historias que nos cuentan. No somos átomos, ni cadenas de complicadas tramas de ADN. Somos lo que vamos escuchando y, sobre todo, somos lo que no sabemos, somos todo lo que anda ahí afuera, a la espera de que se produzca la circunstancia maravillosa del hallazgo. Que mi charcutero D., al que solo he visto detrás de su congelador, sacando piezas de mortadela y de queso añejo, cortando jamón de york extra y dispensando sonrisas a los clientes, esté en un concierto de música sacra, en un paseo marítimo de agosto o en la cola de una ventanilla de Hacienda me parece un acontecimiento literario de primer orden. Mi cabeza empieza a germinar conjeturas. La más hermosa es la que me permite inventarle una vida. No hay cosa más atractiva en este mundo que inventarles vidas a los demás. Especular con la posibilidad de que no sean quienes realmente dicen ser o que, si se les mira muy de cerca, si nos aproximamos e intimamos lo suficiente, sean incluso mejores de lo que aparentan. Somos extraños. Yo lo soy de un modo que me encanta. Ojalá que alguien solo me vea como el maestro que entra a las nueva al colegio y sale a las dos. Que no haya nadie que me perciba como un amante del jazz o de las barras de los bares o de las bibliotecas o de los días de lluvia o del cine negro de la RKO. En cuanto me vean, en esa situación extraordinaria, debo parecerles un ser extraordinario. Ellos, a mí, me lo parecen.