Revista Cine
Dentro del laberinto
Petrificado como un busto se quedaba el Dr. Treves al descubrir, detrás de una cortina enmohecida, la impactante imagen de un joven acromegálico mientras una lágrima se deslizaba por su rostro. Contradicción parecida sentía, entre la pulsión emocional y la contención imposible, el mayordomo Stevens, sentado en un banco junto al amor de su vida, tratando de encubrir estoicamente sus sentimientos con una mirada hacia ninguna parte, tan ajena y perdida como vidriosa y llena de dolor.
Desde luego, no hace falta irse a El Silencio de los Corderos (The Silence of the Lambs, 1991) para darnos cuenta del potencial que Anthony Hopkins ha demostrado en obras tan encomiables como El Hombre Elefante (The Elephant Man, 1980) y Lo que Queda del Día (The Remains of the Day, 1993). Películas donde la mirada, en ocasiones, parece diseñada como una suerte de dispositivo de confrontación. Entre lo visceral, que grita por emerger, y una autocensura amarga.
En su nueva gran interpretación, más que tensión entre lo que se siente y lo que se muestra, Hopkins deja claro lo que todo el mundo esperaba de él a estas alturas. Es uno de los grandes portentos del Hollywood contemporáneo y El Padre (The Father, 2020), su mejor oportunidad para volver a lucirse a gusto. Con toda clase de miradas. ¿Y qué mejor que Le Père –una obra escenificada en más de 40 países y aclamada de forma unánime por la crítica– para volver a dejar bien alto el pabellón a sus 82 años?
Tras la primera interpretación que Robert Hirsch hizo del personaje en el Hébertot de París, el papel ha pasado por las manos de Frank Langella, en Broadway, y de Jean Rochefort en la película Floride (2015) –por cierto, su último papel en cines antes de morir– dirigida por Philippe Le Guay. Ahora le toca el turno a Hopkins en la que, sin duda, parece la versión definitiva de este lacerante relato sobre la destrucción de los recuerdos. Sobre la cruda enfermedad a la que se ve arrinconado un hombre perdido entre los pasillos y cámaras de su propia memoria.
Pero si algo queda claro, en estos tiempos de saturación de etiquetas y tipificación ansiosa, es lo injusto que sería catalogar la propuesta como un oscar bait pensado como vehículo para sacar brillo a viejas glorias del cine y el teatro. Aunque el principal atractivo consista en redescubrir los gestos, la improvisación y hasta el llanto del actor galés al lado de una Olivia Colman igualmente inmensa, sería un error concebir El Padre como un one-man-show.
Dirigida y escrita por Florian Zeller y Christopher Hampton –y basada en una obra teatral del propio Zeller–, este debut de indudable aroma británico es algo más que un traje a medida para estrellas en plena senectud.
Resulta irresistible pensar en los olvidos de Anthony –el anciano protagonista que vive en lo que parece ser un apartamento londinense de Lauderdale Road donde familiares y visitantes se mezclan en un intrigante laberinto de identidades– como la perfecta consecuencia de toda una vida entregada a la actuación. Pero el reparto no acapara toda la atención.
Zeller ha sabido moldear con tino las formas de su primera película como director y guionista, a medio camino entre planos que remiten directamente a la puesta sobre tarima y otros que forman parte de secuencias –como esa incómoda cena familiar entre Hopkins, Colman y un acertado Rufus Sewell– donde sutilmente se resume el alzhéimer de forma circular mediante la repetición de un solo movimiento de cámara. Como si ésta tropezase con las mismas imágenes que ha grabado hace un momento. Como si la mirada estuviera impregnada de una extraña sensación de desconfianza frente a lo que ve.
Sin embargo, no es lo mismo hablar del Zeller director –y sus estimulantes soluciones visuales– que del Zeller guionista, curtido ante el libreto de una obra que se conoce al dedillo, pero que no duda en aprovecharse del tema que aborda para disponer alguna que otra trampa de guión. Y es que la película, por mucho melodrama que contenga, a ratos parece más un thriller minado de elementos simbólicos y pistas falsas cada vez que nos (des)ubicamos a través del punto de vista del protagonista, enfrentado a un espacio de interiores con la apariencia de un dédalo. Tan reconocible por su arquitectura doméstica como hostil por las personas que habitan en ella y que se perciben desde una mirada distorsionada. Y es, precisamente, en instantes como éstos, en que el protagonista empieza a tomar consciencia de que algo no va bien, donde el relato nos plantea un Hopkins que, en el fondo, encierra otros Hopkins. Otros recuerdos. Emociones contenidas. Miradas que sufren y ocultan. Rostros que se rompen y paisajes que redimen.
La película podría quedarse en eso… Y seguiría funcionando a pleno pulmón. Pero Zeller parece ir más allá con una obra que a) se redescubre acorde a los nuestros, unos tiempos de pandemia también inciertos, también confusos, donde lo interior y lo íntimo se han vuelto cotidianos; y b) resulta hasta incisiva en una segunda lectura –o primera, según el foco– donde el difícil acompañamiento de quienes rodean a Hopkins abre una suerte de reflexión en torno al género, tan reduccionista como pertinente. Donde la masculinidad –pensemos en Anthony, obviamente, pero también en el siniestro personaje que encarna Mark Gatiss– es quien esconde, protesta, acusa, se cabrea y hasta acaba perdiendo algo más que la memoria: la paciencia.
Y la feminidad –pensemos en Colman, pero también en Imogen Poots y Olivia Williams– se erige como agente protector. Como férrea columna a la que agarrarse. Como aquella Gene Tierney de fragilidad aparente que aparecía en la inquietante Al Borde del Peligro (Where the Sidewalks Ends, 1950) y le curaba las heridas a un Dana Andrews sin escapatoria posible. También encerrado en sus propios laberintos.
El Padre, en definitiva, nos habla de la enfermedad como rompecabezas vital. Compuesto de emociones y recuerdos. Pero también nos habla de la Madre. Como concepto moral. Como guía y figura de apoyo. Como un refugio en mitad de la tormenta. La que sufre Hopkins. O cualquier otra. Tantas como se les ocurran.