Erase una vez un país que vivió años de cierta prosperidad, con desahogo, y cuyos dirigentes políticos y financieros, creyendo vivir en Jauja, no renunciaron a casi nada, mientras el pueblo yacía en una especie de modorra feliz.
Pero llegó la hora de las vacas flacas y, naturalmente, los dispendios pasaron factura, y los acreedores de otros países, aquellos fariseos que se habían forrado con los intereses de los préstamos concedidos, empezaron a reclamar sus caudales.
Y los mandamases, para obtener recursos, tomaron medidas impopulares. La gente se indignó, pero poco más, y los gobernantes insistieron ante el asedio de los acreedores, y subieron impuestos. El pueblo acostumbrado a no protestar, a aceptar lo que le echaran y a indignarse de boquilla, acogió con desgana esa subida y pagó. Mientras, las clases adineradas seguían haciendo de las suyas, visitaban Suiza, recogían beneficios extraordinarios de sus inversiones y sus negocios, y utilizaban todas las trampas posibles, incluidas las legales, para poder seguir especulando y ganando, y más y más dinero.
Todo para los mejores, la excelencia era la medida. Y se anunció que los mejores eran los bancos, a los que había que ayudar, a los que había que salvar, aunque eso significase el empobrecimiento de los ciudadanos. Y confirmaron que los mejores eran los empresarios, los grandes empresarios, y se les hizo una reforma laboral a la medida.
Y se extremó la desigualdad, puesto que las medidas tomadas, para conseguir más dinero, hicieron que la educación y la sanidad que habían sido ejemplos de gratuidad y de igualdad, superaron esa fase y se convirtieron en algo para los pudientes. Los otros, los que apenas llegaban a fin de mes, los que no tenían trabajo tuvieron que quedarse con la miel en los labios, se quedaron fuera de la excelencia.
Los discapacitados, los científicos, los trabajadores, los pensionistas, todos menos los dirigentes y los acaudalados, se encontraron, de la noche a la mañana, empobrecidos y en un país sin futuro.
Pero está claro que eso no era suficiente. Los pobres, al fin y al cabo, nunca dejarían de ser pobres e interesaban que lo fueran –la mano de obra barata--, pero había que salvar a los ricos, aunque fuera a costa de los pobres. Al menos, se salvaría la excelencia. Y se legisló una amnistía fiscal, para que los tramposos millonarios pudieran tener el dinero en su país y no tener que hacer viajes a países extraños. Y no hicieron caso, los adinerados no se fiaron y sus dineros siguieron viajando a paraísos soñados.
Siguieron insistiendo, había que sacar más para pagar a los magos de norte que un día prestaron sus dineros para que los institutos financieros del sur jugaran al monopoly y perdieran, así es que no hubo más remedio que reconocer que la promesa de bajar impuestos se tenía que posponer, no había dinero. Y se bajaron las pensiones, volvieron a subir impuestos, del tabaco, de bebidas alcohólicas, mientras que se estudiaba la forma de que la gente encontrara lugares de diversión donde pudieran jugar, fumar y beber a tutiplén. Y entonces pensaron en crear Eurovegas, un desahogo, allí los ricos soltarían parte de lo que les sobraba y los pobres irían a pedir limosna para luego jugársela, un sitio ideal.
Pero había que hacer algo más, los grandes banqueros, los grandes ejecutivos, las grandes fortunas no terminaban de estar contentos. Entonces el gran ministro de la Hacienda Pública dio en el clavo, y razonó emulando a Lenin: ¿Qué hacer? ¿Cómo ayudar a nuestros amigos poderosos? Los pobres están como están, y no es posible ni conveniente salvarnos. Son muchos y además son morralla.
Facilitemos un poco más el ocio de nuestra gente, que se lo merecen. Y, llegó a la conclusión de que había algo que hacer todavía, y pensó ¿cómo es posible que todavía no hayamos hecho nada tan necesario y popular por los yates de lujo? Pues nada, hagámoslo, se elimina el impuesto de los yates con más de doce metros de eslora --algo que puede representar hasta 72.000 euros de ahorro por yate--, y listo.
Y la bruja tudesca del norte se congratuló, y dio las gracias al triste hombre del sur y a su ministro risitas, y además les dijo, no paréis, no paréis, ese es el camino.
Y ellos siguieron insistiendo en su excelencia. Y los ricos comieron perdices y fueron felices. Y colorín, colorado, por el culo nos han dado.
Salud y República