El diario El País, que nació con la pretensión de convertirse en referente del periodismo de calidad en España, ha estado acariciando ese objetivo durante mucho tiempo, desde cuando los albores de la democracia asomaban tras la muerte del dictador y la gente estaba ávida de información, de verdadera información. Por aquel entonces había poca posibilidad de conseguirla ya que los medios existentes o estaban maniatados por la censura o seguían con el síndrome de Estocolmo por no importunar al poder. El País vino a aportar un poco de aire fresco al mundo de la prensa en este país.
Después de algunas décadas en que, realmente, supo situarse entre las cabeceras más prestigiosas no sólo de España, sino del mundo, el periódico de la madrileña calle Miguel Yuste, perteneciente a un conglomerado empresarial de comunicación –PRISA-, ha tenido que ahormarse a lo que es, una empresa que edita un diario. Ya conocemos el fin supremo de cualquier empresa: ganar dinero. Algunas ganan dinero amasando pan, otras vendiendo enaguas y unas pocas elaborando información que distribuyen, previo pago, en papel u otros soportes. Y como empresa, El País está viéndose zarandeado por una crisis que lo empuja a echar a muchos de sus mejores periodistas a la calle para reducir costes y de paso, claro está, adelgazar la plantilla, pero sin desprenderse de ninguno de sus altos jerifaltes que ganan más que cien periodistas juntos.
También debe competir más reñidamente en un mercado donde abundan tiburones que le arrebatan aquellas piezas que nutrían sus exclusivas. Alineado con cierto poder que, en resumidas cuentas, sólo reconoce como igual a sí mismo, se ha visto desposeído de la atalaya privilegiada en la que hallaba favores y protección y que ahora debe compartir con otros medios de igual jaez, aunque tal vez menos exigentes y acaparadores. Lo cierto es que El País se va pareciendo más a un escuálido periódico de provincias, escaso en papel y pasta gansa, pero más pobre aún en información, datos y opiniones que señalen una orientación fiable a la opinión pública. Está malgastando confianza y perdiendo credibilidad. Hasta el extremo de olvidar sus propias reglas deontológicas cuando imagina poseer una “exclusiva mundial” con la que podría recuperar su antiguo esplendor y congraciarse con propios y extraños. Así se da “el gran patinazo”.
El País publica en portada una foto falsa de Hugo Chávez, en la que aparece intubado y en una sala de operaciones. En ningún momento se pudo certificar su autenticidad y, según el director adjunto, “nadie planteó su oposición” [a publicarla]. Ni siquiera se la enseñan al colaborador en Venezuela para evitar filtraciones, tan sólo le previenen de que publicarán una “información sensible”. Cuando se dan cuenta del error, ya es tarde. Las redes sociales echan humo advirtiendo del ”error de El País” cuando la edición impresa del diario ya se estaba distribuyendo en Latinoamérica.
Pero si grave ha sido fallo periodístico, peor ha sido la disculpa: “Consideramos que la fotografía era buena y seguimos de forma natural”. ¿Y qué es lo natural? Apreciar a simple vista que la persona de la imagen se parece a Chávez y que nadie pone reparos a la intención del director adjunto, salvo otro subdirector quisquilloso que duda de la ética de publicar la imagen de un enfermo. Tenían prisa por adelantarse a El Mundo, a quien también le habían ofrecido la fotografía. En plenas negociaciones con la agencia (20 mil; no, 10 mil; ni pa ti ni pa mi, 15 mil; vale, trato hecho), tampoco su director puede atestiguar la fiabilidad de la foto ni de la fuente: “me la han podido colar”, responde ante la posibilidad de un engaño. Todo el mundo confía en la sinceridad del vendedor de la fotografía porque no quieren ni pensar en perder la primicia de “una noticia relevante” acerca de un Gobierno que no informa sobre la salud de su Presidente. Desdecir a la república bolivariana bien merece jugársela.
Parafraseando la cita de Hearst, se podría decir que en El País estaban siguiendo la máxima de no permitir que la realidad les estropeara... una primicia. Sólo así se explica que consideren “verificada una fotografía que no habíamos verificado”, como reconoce Javier Moreno, director del diario, en el artículo en que reconstruyen el relato del “gran patinazo”. Una metedura de pata descomunal de la que sólo aciertan a explicar que la verificación de la autenticidad de la fotografía fue abandonada en aras de la primicia. Con ella abandonaron, también, toda la elevada pretensión de ubicarse en la cúspide de la prensa seria y rigurosa, aquella que no pierde los nervios ante ningún dato (o foto) no contrastado y verificado de manera diligente. Eso es lo que exigen los lectores de la prensa que sirve de referencia y lo que se esperaba de El País.
Pero no hay mal que por bien no venga. En todas las facultades de periodismo están tomando el insólito patinazo de El País para impartir una lección práctica de cómo la soberbia de los poderosos los lleva a franquear sus propias reglas y a rebajar la guardia de la profesionalidad. Creerse una referencia del periodismo no los exime de que se la metan doblada.